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Escamoteos culinarios



por Roberto Merino
Diario Las Últimas Noticias, lunes 22 de octubre de 2012

Nunca me han quedado muy claros
los beneficios de la austeridad
en la crianza de los niños.

En muchas familias se da 
en algún momento esta tendencia:
restringir lo más posible 
el acceso a la comida,
como si el placer que ésta involucra
tuviera un no sé qué de obscenidad.

Al racionamiento alimentario
se suman horarios inamovibles,
conciencia de culpa, severidad en general.

Se trataría, en estos casos, 
de preparar al niño para la vida real
como si ésta fuera un descampado darwiniano,
un despeñadero de sobrevivencia.

En mi propia experiencia
tendría que agregar el racionamiento
de calefacción en algunos inviernos,
en el entendido de que 
"el frío templa el espíritu".

El hecho de que la vida es dura
lo experimentamos todos los días,
pero aun en su hostilidad 
no resulta tan desagradable
como la preparación del terreno
a que nos sometieron en la infancia
mediante advertencias, 
proyecciones lúgubres
y visualizaciones del futuro
en que aparecíamos
como protagonistas 
de terribles fracasos.

Había un pecado atroz: ser "indolente".

El destino del indolente 
era algo así como 
una pieza de pensión 
en torno al cual gravitaba el vicio,
la consunción mórbida
y el desprecio de la sociedad.

Varias personas que conozco
resienten, al recordar su infancia,
los episodios de pequeñas miserias
que les infligieron sus mayores:
usar margarina en vez de mantequilla
para ahorrar un par de cientos de pesos,
dosificar las bebidas gaseosas,
ponerles llave a los postres.

Para un adulto éstas son
circunstancias verosímiles,
que no les complican 
demasiado la existencia,
pero en el ámbito 
de la sensibilidad infantil
resuenan como un golpe estrenduoso.

Nadie olvida el mensaje oculto
del relativo abandono cifrado
en los escamoteos culinarios.

Borges, hablando sobre
la efectividad narrativa de Dickens,
menciona una imagen muy triste:
el té semifrío en la casa del avaro,
que se como la expresión sintética
de su mezquindad.

Es curiosa la relación 
de los niños con la comida.

Da la impresión de que siempre
están atentos a la posibilidad
de zamparse algo.

Son grandes conocedores de nuevos productos
y escaneadores profesionales de despensas.

Es posible que en la intimidad
divisen salchichas doradas 
en el horizonte de su ensueño,
helados gigantes, 
cremas que simulan almenas 
y huevos que se lanzan por sí mismos
a la olla de agua hirviendo,
como sucedía en el País de Jauja.

Claro, para un niño
la antesala del paraíso
tendría que ser recinto de un banquete:
profusión, exageración, libertad de gula.

Hace cuarenta años la mayoría de nosotros
pasaba por situaciones económicas febles,
lo que quizás justificaba 
la uniformidad gastronómica
de la carbonada fea
o del menestrón incomprensible
o de la chuchoca pegoteada.

Justificaciones hay muchas, en verdad,
pero nada nos quitará de la memoria afectiva
la sensación de desamparo que obtuvimos
frente a esos platos cocinados
por una empleada indiferente y enfurruñada.

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