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El amor a la lengua‏


  • Analísis Las penas del logos:

La pasión del lenguaje

Ezra Pound soñaba con una sociedad donde se pudiera llevar a los tribunales de justicia a los culpables del delito de confundir o debilitar la lengua común, y esa utopía suya es algo más que una metáfora, si se piensa en el bien público supremo que es la lengua.  

por Ignacio Valente
Diario El Mercurio, Revista de Libros, domingo 28 de octubre de 2012
 
De los autores modernos que han abordado el amor humano en sus formas universales, como Max Scheler, Ortega y Gasset, C. S. Lewis o Jean Guitton, es curioso que ninguno de ellos incluya el amor al lenguaje dentro del elenco clásico (amor al prójimo, eros, amor a Dios, a la naturaleza, a la patria...). Pero en realidad existe un verdadero y grande amor por el lenguaje, por el idioma nativo y otros idiomas, en cuanto especies singulares del lenguaje humano a secas: mental, oral, escrito. Y ese amor puede llegar a ser una verdadera pasión, una "logosofía" que imprima carácter en ciertas personas.
Después de todo, el logos es el hombre mismo, el "zoon con logos" que decía Aristóteles, el bicho que habita en el interior de las palabras. Así me siento yo en forma experimental, así somos en lo esencial. Los Tarzán y los Mowgli, criados sin habla humana, son ficciones amenas, pero imposibles. Cuando en la India se encuentra algún niño selvático tardío, que pasó en blanco por la etapa del habla, a los siete años ya apenas es capaz de concebir alguna idea muy rudimentaria. Pues el lenguaje es el vehículo universal del pensamiento, de la religión, de la moral, de la comunicación, de la polis: de todo lo humano.
En rigor, el lenguaje tiene algo de sagrado, cosa obvia para un cristiano: "En el principio era el Verbo". Pero todos podemos percibir esa santidad del logos, que como tal imprime mandamientos en la conciencia humana: no maltratarás el idioma, no lo inflarás con bla bla bla, no le vaciarás el sentido a través de la frase hecha o el tópico, no lo retorcerás con el rebuscamiento o la cursilería, no le introducirás virus alguno, callarás si no tienes algo real que decir, no hablarás en jerga ni en difícil, no consentirás la cacofonía, no caerás en la pereza de la imprecisión...
Ezra Pound soñaba con una sociedad donde se pudiera llevar a los tribunales de justicia a los culpables del delito de confundir o debilitar la lengua común, y esa utopía suya es algo más que una metáfora, si se piensa en el bien público supremo que es la lengua. Personalmente confieso una intolerancia creciente hacia aquellas fechorías, y sólo puedo castigarlas dejando de leer o de oír a quien las comete.
Porque, si la pasión por el logos está hecha de grandes gozos y penas, en el Chile de hoy las penas parecen superar a los gozos. ¡Qué mal tratamos nuestro dialecto criollo! El habla se modula cada vez menos -sobre todo entre los varones jóvenes-, el léxico se empobrece cada vez más -sobre todo en el ABC1-, los errores semánticos y sintácticos se multiplican en los medios de comunicación y en la vida pública, la puntuación se ignora en las universidades, las pantallas multiplican los sub-sub-dialectos del dialecto, y nadie parece preocuparse demasiado de nuestra ecología verbal.
Para efectos literarios aclaro: no soy purista y odio el barroco. Estoy con Borges cuando afirma que en lo posible ahorra al lector la necesidad de acudir al diccionario. Pero no estoy con Cortázar cuando a éste le llama "el cementerio de las palabras". Y sí estoy con Neruda en su lúcida "Oda al diccionario": "... no eres tumba, sepulcro, féretro,/ sino preservación,/ fuego escondido,/ plantación de rubíes,/ perpetuidad viviente/ de la esencia,/ granero del idioma". Sólo lamento que en castellano no tengamos esos suntuosos Thesaurus de sentidos paralelos o convergentes a cada voz, que tanto ayudan a escribir o hablar bien en inglés.
Hans Magnus Enzensberger, gran poeta, a la hora de identificar su genealogía, y pudiendo llamarse hijo de Alemania, o de su tiempo, o de la tierra, se limitaba a decir con orgullo: soy hijo de la lengua alemana. ¡Su madre era su lengua! Me pregunto si sería posible identificarse hoy con orgullo como hijo del sub-dialecto chilensis domesticus. Tal vez equivaldría a mentarse la madre a sí mismo.

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