En mi casa me dicen «Don Lavín».
No, no es que tenga ni el más remoto
parecido con don Joaquín;
no es la razón del apodo.
El apelativo surgió
porque casi siempre
que me aparezco
por la cocina
termino lavando platos.
Los hijos siempre
están diciendo
que los van a lavar después;
y por experiencia he llegado
a la conclusión que en la
mayoría de los casos
la conjunción planetario-culinaria
ocurrirá el dos mil nunca,
Es por eso que lavo los platos.
Ha pasado a ser mi prerrogativa.
Pretendo enseñar
por la vía del ejemplo
lo bueno que es
que la cocina esté
razonablemente limpia,
en lugar de pasar quejándome
cada vez que encuentro todo sucio.
Siempre que ayudo
en casas de amigos,
les llama la atención
que un hombre lave los platos
-y hasta me retan o me lo impiden-,
pero no dicen nada
si es una mujer la que toma
la iniciativa de ayudar.
A todos les parece
de lo más natural
que una mujer
se ponga a lavar.
Pero hay también
razones de peso.
El propio Nicanor Parra
en uno de sus antipoemas
argumentó lo siguiente:
«el verdadero problema
de la filosofía
es quien lava los platos
nada del otro mundo
Dios
la verdad
el transcurso del tiempo
claro que sí
pero primero quién lava los platos
el que quiera lavarlos que los lave
chao pescao
y tan enemigos como antes»
Y pensándolo
un poco más,
el lavado de platos
también tiene connotaciones
que no se restrigen
a uno de los ámbitos
más domésticos
de este mundo
Es cosa de pensar
en Jesús arrodillado
lavando los pies
de sus discípulos
Es por eso que me encanta
un poema maravilloso
de un poeta chileno
de cuyo nombre
no me puedo acordar
pero que dice 'más o menos así':
Miren como lavo los platos,
con qué cuidado, con qué unción.
Como si fueran los platos
de la Última Cena.
¡Cantando lavo los platos!
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