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Gasto público crece 127% en seis años y es el octavo que más sube en el mundo

Presidente entrega esta noche las líneas generales de la Ley de Presupuestos 2013:


La estrategia de Piñera ha sido atenuar la expansión del gasto fiscal: mientras en la época Bachelet se elevó en promedio 10,3% al año, en la administración actual lo hará 4,8%, contando 2013. Alejandro Sáez Rojas  

 Diario El Mercurio, Economía y Negocios, domingo 30 de septiembre de 2012


En medio de un fuego cruzado de voces que piden más Estado en la educación y en la salud y de otro extremo que aboga por liberar más recursos para que sean las personas quienes decidan, el Presidente Sebastián Piñera presentará esta noche una Ley de Presupuestos que entregará al fisco nueve veces más ingresos que los que tuvo Patricio Aylwin al regreso a la democracia.
En el Congreso, las dagas estarán afiladas para discutir cada partida y programa dentro del margen que la norma chilena le deja a la oposición, porque según la ley local en materia de gastos, es el Ejecutivo el que tiene la potestad casi absoluta. La billetera que gestionará el Presidente Piñera estará entre US$ 61 mil millones y US$ 63 mil millones, sesenta veces mayor que aquella que le tocaba administrar como empresario, de acuerdo al último ranking de la revista Forbes en que él apareció.
El monto del Presupuesto para 2013 representa un salto cuántico respecto de 1991, cuando el fisco contaba con US$ 7.630 millones. Aunque se trate de cifras nominales, reflejan de todos modos un alza relevante en dos décadas de los fondos disponibles. Ese incremento se reafirma del mismo modo al compararlo por gasto público por persona. Mientras en 1991 se disponía de US$ 568 por habitante, el próximo año se contará con US$ 3.643, es decir, casi $1,7 millones por persona al año.
El alza del gasto público chileno es fuerte también si se lo compara a nivel global, de acuerdo al Fondo Monetario Internacional, que cuenta con datos para 59 países desde 2006.
En el período 2006-2012, el crecimiento del gasto público chileno llega al 127% y lo convierte en el octavo aumento más fuerte de esas 59 economías, lo que deja contentos a algunos, y a otros, no tanto. De hecho, el tamaño del Estado -medido como porcentaje del gasto público respecto del PIB y sin incorporar empresas públicas porque éstas se miden con criterios muy disímiles entre países- pasó desde 18,7% del Producto Interno Bruto (PIB) en 2006 a 23,6% en 2012. Este último número corresponde a las cifras comparadas del "monitor fiscal" del FMI, que difieren marginalmente del alza de las entregadas por el Ministerio de Hacienda, aunque la tendencia es la misma. El punto de mayor tamaño del Estado se logró en 2009, con 24,6% del PIB, cifra que ha ido retrocediendo lentamente desde la llegada de Piñera al Gobierno.
Se usó el período 2006-2012 porque existían para esos períodos cifras comparables en el FMI.
¿Positivo o negativo?
Chile no ha estado solo en América Latina en el proceso de elevar el gasto público. Argentina y Colombia lo superan con incrementos de 182,9% y 140% en el mismo período de seis años, respectivamente.
Cuando el gasto público crece más que la economía, el resultado al cabo de un tiempo es que se eleve el tamaño del Estado. Eso ha ocurrido en Argentina, que subió la participación del fisco en la economía desde 30% al 39% del PIB en seis años. Colombia elevó también su gasto público, pero compensando con el crecimiento de la economía. Porque al observar los números, el tamaño de su Estado se mantiene estable en torno al 28% del PIB en los últimos seis años. El peso del Estado peruano es menor al chileno, situándose por debajo del 20% del PIB. Países como Dinamarca e Irlanda también subieron el tamaño del Estado, aunque la segunda de estas economías en parte se debe a la caída del PIB como resultado de la crisis económica.
"La tendencia que se observa en el mundo es creciente, en especial después de 2008, donde debido a la crisis cayó el PIB y subió el gasto público para compensar la baja en la demanda privada", estima Cecilia Cifuentes, economista de Libertad y Desarrollo.
¿Es en la actualidad adecuado el tamaño del Estado chileno? "Depende del modelo de desarrollo por el que se ha optado. En Chile es un modelo basado en el mercado, por lo que aunque la respuesta tiene un componente importante de preferencias políticas, pienso que es un poco elevado, no por el porcentaje en sí, sino por los problemas de eficiencia que tiene la política fiscal", opina Cifuentes.
Para el académico de la Universidad de Chile José Yáñez, la respuesta a esta inquietud depende también de las preferencias ciudadanas y de cuán eficiente sea el gasto que se realice: "A medida que los países se desarrollan, el gasto público tiende a crecer, porque se requiere de un gasto público de mayor calidad. Es probable que el gasto del gobierno general deba ser un poco mayor al actual para financiar las mejorías en educación y salud", estima el profesor.
"La evidencia muestra que los países de mayores ingresos tienden a tener un mayor tamaño del Estado como porcentaje del PIB. En esta lógica, el tamaño del Estado chileno ha crecido a medida que nos hemos desarrollado en los últimos 20 años y es esperable que lo siga haciendo", estima el investigador de Cieplan Jorge Rodríguez.
Para Rodríguez no está clara la causalidad entre mayor Estado y menor crecimiento. De hecho, puede ocurrir que estados grandes provean de bienes públicos (como educación, salud e infraestructura) que promuevan la productividad y el dinamismo de la economía.
Para el crecimiento, Cecilia Cifuentes considera que es importante la eficiencia del gasto público. Hay algunos tipos de gasto que pueden desincentivar el trabajo, así como impuestos más altos para financiar dichos desembolsos que afecten la inversión. No obstante, está de acuerdo en que existen otros gastos que, promoviendo bienes como educación o infraestructura, pueden ser muy positivos para el desarrollo.
La estrategia Piñera
El gasto público desde 2010 en adelante mostró una desaceleración en su tasa de crecimiento, según cifras de Libertad y Desarrollo. Es que, claramente, dicen fuentes oficialistas, no está en el ideario de la centroderecha tener un Estado más grande. De hecho, la última reforma tributaria demostró que no claudicarían en sus principios de que son las personas las que mejor pueden administrar su dinero y por ese motivo propusieron un descuento de impuestos para financiar educación. En el gobierno de la Presidenta Bachelet, el gasto público se expandió en promedio a 10,3% al año, mientras que en la administración Piñera ese incremento se redujo a la mitad en lo que va del gobierno, 4,8%.
Que ocurriera este proceso de menor gasto público, para Cecilia Cifuentes era estrictamente necesario.
"En el gobierno anterior, la tasa de crecimiento del gasto fiscal creció a una tasa promedio de 10,3%, 8,1% si se excluye 2009, que es absolutamente insostenible a no ser que el precio del cobre aumente en forma permanente a 6% anual, lo cual es imposible de asegurar y mantener".
En todo caso, dentro de la misma Concertación existían visiones distintas respecto del tamaño del Estado. José Yáñez opina que a su juicio la Concertación tuvo la "conciencia de que la reducción del rol productor del Estado fue una decisión que mejoró la eficiencia del gasto público. También tuvieron conciencia de que el Estado de bienestar que había predominado en el mundo entró en complicaciones", asegura.
Jorge Rodríguez agrega una idea a este punto: "El tamaño del Estado en los últimos 20 años creció a medida que el país creció. Pero en la lógica de responsabilidad fiscal, no se hizo crecer más allá de lo que se podía financiar de manera sustentable en el tiempo", opina.
 Las preguntas básicas para entender el Presupuesto
¿Qué es el Presupuesto de la Nación y a cuánto asciende en la actualidad?
El presupuesto de la Nación es una estimación de los ingresos y gastos, para un año determinado, como toda familia lo hace para un período específico. Por eso es que el presupuesto estima ingresos del cobre e impuestos y también cuánto será el crecimiento de sus gastos. Es a través del Presupuesto que se concreta el programa de un gobierno, en este caso el de Sebastián Piñera. Para este año, se espera que el Presupuesto sobrepase los US$ 60 mil millones.
¿Cuántas páginas comprende la Ley de Presupuestos?
La Ley de Presupuestos es bastante voluminosa. La cantidad de páginas ha variado en los últimos 10 años entre las 520 y las 753 páginas, casi lo mismo que una novela bastante extensa.
¿Cómo está ordenado el Presupuesto, desde lo general hasta lo particular (ministerios, partidas, programas)?
El Presupuesto se divide en partidas, cada partida en diferentes capítulos y cada capítulo se divide, a su vez, en programas.
¿Qué es una partida?
La partida apunta a aquellos ítems más grandes de gasto: la Presidencia de la República, al Congreso Nacional, al Poder Judicial, a la Contraloría General de la República, Ministerio Público, a cada uno de los diversos ministerios y a la partida "Tesoro Público", que contiene la estimación de ingresos del fisco y de los gastos y aportes de cargo fiscal.
¿Qué es un programa?
Un programa es una subdivisión de la partida, que corresponde a cada uno de los organismos que se identifican con presupuestos aprobados en forma directa en la Ley de Presupuestos.
¿Cuánto tiempo debe demorar la tramitación del Presupuesto en el Congreso?
La Ley de Presupuestos no puede eternizarse en el Congreso. De acuerdo con el artículo. 67 de la Constitución, el Presidente de la República tiene plazo hasta el 30 de septiembre para presentar este proyecto de Ley al Congreso Nacional. Exactamente lo que la norma dice es que debe presentar esta iniciativa con a lo menos tres meses de anterioridad a la fecha en que debe empezar a regir.
¿Qué pasa si el Presupuesto no es aprobado? ¿El país se queda sin gasto público para el próximo año?
Si el Congreso no despacha el proyecto de Presupuesto dentro de 60 días desde su presentación, regirá el proyecto presentado por el Presidente de la República, según informa la Dipres.
Una vez que el Presupuesto se aprueba, ¿los recursos son entregados en su totalidad a cada ministerio y repartición de una sola vez? Si no es así, ¿cómo se derivan los fondos al ministerio?
Los recursos se van entregando a las diferentes instituciones, a medida que van siendo requeridas para la respectiva ejecución de gastos en programas, planes y proyectos.
¿En qué instituciones financieras se resguardan los fondos del Estado?
Se resguardan en distintas instituciones. Por ejemplo, los ahorros se invierten. La caja (los dineros líquidos del fisco) la maneja la Tesorería, a través de la Cuenta Única Fiscal, principalmente.
¿Qué es la Cuenta Única Fiscal y cuál es su relación con el Presupuesto?
La Cuenta Única Fiscal es una cuenta corriente del Estado que se encuentra dividida en varias cuentas: una de ellas es la principal mantenida por tesorerías, además de otras cuentas subsidiarias destinadas a los gastos que realizan los distintos servicios.

Opalescencia


30 / Sep

Por Vinka Jackson

Vinka Jackson


Esa capacidad de albergar que viene con nuestros cuerpos: hijos que nos habitan; brazos de amantes compañeros que nos arrullan y despiertan; prójimos jóvenes, adultos o ancianos a quienes dedicamos  esfuerzos; seres humanos cercanos o lejanos cuyas indefensiones no nos dejan indemnes; círculos humanos que nos contienen cuando más necesario es; mujeres, hombres vivos. También nuestros muertos.
 
Completamente vestida, la desnudez inexpiable de este tiempo. Un enrejado de células y lecciones por donde encuentran su camino la lucidez y la constancia cuando todo parece absurdo, injusto o triste. Cómo hacer caber ciertos días, o no ceder a la memoria.
 
Recuerdo tiempos adolescentes de mirar la trama vasta del desamparo en la patria. Recuerdo a Elicura cantando, la Plaza de Armas, esa primera vez de ir sola a una protesta en el centro. Recuerdo también la primera experiencia de represión y a un sacerdote parado delante de mí, tan cerca que habría podido oír su corazón latir. Trató de mediar con la fuerza policial. Fracasó. Después, solo trató de protegernos, contagiándonos de calma y sirviendo él mismo de escudo humano, como hicieron muchos otros sacerdotes de ese tiempo: indeleble en la retina, Pierre Dubois en La Victoria.
 
Se decía de sacerdotes como él que debían dedicarse a otras cosas, que la misión pastoral iba por otro lado. Dios para mí ya era lejano (una resolución de la niñez para salvaguardar mi cordura), pero los dichos y actos de Jesús -muchos de los cuales atesoré como lecciones valiosas de humanidad- se volvían presentes y reales en la coherencia de hombres de ese tiempo como el padre Pierre Dubois, y muchos otros que se apostaron a acompañar y tratar de cuidar a los más vulnerables (a todos por igual, sin distinciones). No solo entonces, sino en cualquier época.
 
Confieso que cuando tomé conocimiento de la muerte de Pierre Dubois el pasado viernes 28 de septiembre, y aun sin ser parte de la Iglesia que él encarnó del modo más decente y compasivo que puedo imaginar, me sentí no solo triste sino extrañamente sola. Como si desde un lugar siempre indefenso y pequeño (que quizás nos permanece a los adultos, sin importar nuestra edad), se activara el riesgo de un abandono que racionalmente no es, no debería ser. Pero es y lo es más cuando han envejecido y van ausentándose figuras claves de cuidado en un sentido colectivo general y, específicamente, dentro de la Iglesia. Una Iglesia que en los últimos años, sobre todo, ha sido responsable -debido a la revelación masiva de abusos sexuales a niños y adolescentes- de inmenso dolor, indignación y desconcierto en muchos países, incluido el nuestro.
 
Cómo saber qué habrá pensado Pierre Dubois sobre la situación actual de la Iglesia en el mundo, o si habrá alcanzado a conocer la Carta Pastoral de la Conferencia Episcopal Chilena  que se hizo pública un día antes de su fallecimiento. Encuentro sentido sí, y reconozco autoridad moral, en el llamado de atención (posiblemente una voz en préstamo a su compañero ausente) que hiciera el teólogo jesuita y sacerdote José Aldunate, pidiendo seguir el ejemplo y la ética fiel del Padre Dubois.
 
Quizás como a muchos puede pasarles, admito que hay nombres y presencias en la Iglesia -de Chile y a nivel global- que no siento ni remotamente vinculables al sentimiento de respeto y credibilidad que vienen asociados a la figura del Padre Dubois. Pero luego repaso oficios y esfuerzos de personas como Felipe Berríos, Benito Baranda, Pedro Labrín, la religiosa Quena Valdés, y de tantas mujeres y hombres anónimos que sí viven en constante revisión y actualización de amores y cuidados a la luz del mensaje de Cristo. Entonces, y en un cruce con otros procesos de estos meses y desafíos de esta semana en particular, vino de regalo (y consuelo) una palabra.
 
Opalescencia. Ópalo. Dicen que es la única gema capaz de refractar los rayos de luz y traducirlos en todos los colores del arco iris. Cuentan también que su composición descansa envacíos para dejar pasar la luz; intersticios entre esferas minerales microscópicas que lejos de condensarse o apretar -como uno imaginaría necesita la piedra-, permiten holgura y espacio. Espacios donde quizás podrían acumularse polvo y residuos imperceptibles a nuestra vista; y espacios que permiten irradiar reflejos multicolores.
 
Inevitable evocación del centro de nuestro propio corazón humano; la infinidad de su entramado de células, venitas y sangre y esa irrenunciable memoria corporal donde se registran dolores (las lesiones debidas a tristezas y pérdidas han sido, y hace tiempo, científicamente verificadas), yerros,  y júbilos también. Gratitudes: en ese latido quiero quedarme. No arriesgarme a la torpeza cada vez de querer expresar una condolencia. Mejor, en la opalescencia que somos, esa posibilidad de luces, dignidades y actos de bien, compartir nuestras gracias y esta despedida.    

Notas en torno al Sacramento de la Reconciliación‏




No disimular las propias faltas, porque de ese modo se levanta un muro infranqueable que nos impide acercarnos y tratar familiarmente con nuestro Padre Dios.

La virtud de la penitencia interior, la que se define como aquella por la que nos convertimos a Dios de todo corazón, detestamos profundamente los pecados cometidos y proponemos firmemente la enmienda de las malas costumbres, esperanzados por ello de obtener la misericordia divina.

El catecismo no duda en afirmar que ella constituye la materia misma del sacramento, de tal manera que si no vivimos sinceramente su realidad interior, la del alma, de poco nos serviría cuanto hiciéramos externamente.

La simple acusación de nuestras faltas haría inútil la confesión, si no fuese acompañada de la penitencia interior.

La justificación solamente se alcanza cuando se pide el perdón de los pecados y se le da a Dios el corazón.

La soberbia, el amor propio o la falta de sinceridad, nos impiden reconocer muchas veces, lo mucho de lo que tenemos que arrepentirnos.

La gracia no anula ni destruye la naturaleza. Eso significa que hay que hay que cooperar con ella sin dejar al Señor para que lo haga todo, absolutamente todo, sin contar con la colaboración personal de cada uno; es decir sin hacer el esfuerzo necesario para alcanzar la mano que nos tiende.

A nosotros, en consecuencia, nos corresponde adquirir con el estudio o con la lectura o con la ayuda de una persona de criterio, las ideas fundamentales de la moral cristiana para no caer en el error de estimar como pecados acciones que no lo son; o, por el contrario, llegar a creer que no ofenden a Dios verdaderas desobediencias a su ley, ya que difícilmente podríamos dar ese primer paso de la conversión si no estamos en condiciones de reconocer nuestras faltas.

Para cometer un pecado no es necesario hacerlo con la intención de enfrentarse con el Señor; en realidad, el pecado es la desobediencia voluntaria a la ley de Dios, y para caer en él es suficiente conocer esa ley y no cumplirla.

Para que exista pecado hacen falta tres cosas:
1. que una cosa mala, o que se crea así, sea objeto de pensamiento, palabra, deseo, obra u omisión;
2. darse cuenta de que ello ofende a Dios;
3. que se haga a sabiendas que con ello se obra mal.

Estas circunstancias se llaman respectivamente: materia, advertencia y consentimiento, y una vez que se dan las tres, ahí existe un pecado personal, porque se ha querido algo malo, a pesar de saber que ofendía a Dios.

Para comprender la gravedad del pecado es preciso contemplar primero la grandeza del amor con que Dios nos ama, a la luz que las virtudes sobrenaturales proyectan en nuestra vida.

Desde toda la eternidad, Dios pensaba en nosotros; en aquel entonces no éramos más que un pensamiento en la mente divina, pero ese pensamiento lo amó Dios tanto, con tanta intensidad, que le dio la vida.

Y es que el amor que Dios nos tiene es tan grande, que fue capaz de hacer lo que ninguno de nosotros puede.

En efecto: cuando se tiene un deseo, cuando se quiere algo que todavía no existe, por grande que sea nuestro afán, nos hemos de conformar con la esperanza de que aquello sea realidad algún día.

Pero con Dios todo esto es diferente: cuando Dios ama lo hace con tal fuerza que da la vida.  Esta es la explicación de nuestra existencia: el amor con que Dios nos ama.

El único amor, capaz en su grandeza, de hacer que lo que todavía no es más que un pensamiento, llegue a existir realmente.

Y Dios nos hizo para Él, a su imagen y semejanza, para que al conocerle y amarle pudiéramos ser felices, para siempre, a su lado en la eternidad, con una felicidad indescriptible que el Apóstol sólo sabe balbucear: «Ni ojo vio, ni oído oyó, ni pasaron al hombre por el pensamiento lo que Dios tiene preparado para aquellos que le aman».

Dios nos creó inmortales, llenos de gracia y de dones, y al desobedecer en el paraíso, perdimos la inmortalidad del cuerpo y la gracia del alma. Pero no por eso dejó de amarnos, y quiso que el hombre que había pecado fuese también el que reparase el daño.

Ahora bien, aquello resultaba imposible porque después del pecado original éramos incapaces con nuestras propias fuerzas de restablecer el orden primitivo. (De restaurarnos a la santidad primera y de redimirnos del pecado y rescatarnos de la muerte).

Y fue entonces cuando el Hijo de Dios se hizo Hombre en las entrañas de la Virgen María para pasar por las penalidades y el trabajo y la muerte por la que pasan todas las criaturas, a fin de ser Él quien pagase la deuda contraída por el pecado.

Y por eso murió en una Cruz, perdonando y ofreciendo su vida al Padre como sacrificio propiciatorio por los pecados de todos los hombres.

¿Qué es el pecado? Pues el desprecio de todo eso.  El olvido del amor con que Dios nos creó, el olvido del amor con que nos mantiene en la existencia, el olvido de la Encarnación del Hijo de Dios, el olvido de sus años de trabajo, el olvido de su vida escondida y de su obediencia a José y a María durante treinta años, el olvido de su Pasión, de su flagelación y de su muerte en la Cruz.

Por eso hay quienes no comprenden la malicia que encierra el pecado, porque no miran a Dios, sino que se miran a sí mismos, y actúan, como si una falta fuese más o menos grave según la impresión mayor o menor, que les produce personalmente, olvidando que la ofensa a Dios no depende de lo mucho o de lo poco que nos repugne una falta, sino de lo mucho o de lo poco que nos aparte del Señor.

El que no asiste a Misa algún domingo o fiesta de guardares fácil que se retire a descansar, al fin de la jornada, con la preocupación de haber ofendido a Dios; pero si se acostumbra a hacerlo con frecuencia, la conciencia no le acusará  con la fuerza de la primera vez, y sin embargo, a pesar de la falta de remordimientos, no por eso su pecado deja de ser grave.

No, la malicia del pecado no se mide por lo mucho o por lo poco que nos conmueve interior o exteriormente; para conocer la gravedad de una falta, en primer lugar, hay que atender a los que Dios nos dice de ella, a sabiendas de que la impresión que nos produzca no es la medida de su maldad.  

El pecado mortal o el venial siempre ofenden al Señor; pero como generalmente no lo sentimos en nuestra propia carne (como sí lo sintió el Señor en la Cruz) al dejarnos llevar por este modo sensible de entender las relaciones con Dios, fácilmente se llega a la conclusión de que aquello no tiene importancia o de que la tiene menor, y así, poco a poco, se deforma la conciencia y se agranda la distancia que nos separa del Único que verdaderamente puede hacernos felices.

Para que se dé este retorno, el de la conversión, es necesario que el hombre entre en sí, y al contemplar el abismo que le separa del Señor, se disponga a salvarlo con la ayuda de la gracia; de no ser así, nuestros afectos no serían sinceros, sino que permanecerían prendidos en el pecado, con lo que se nos podrían aplicar aquellas palabras que Jesús dirige a los hipócritas: «Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí».

Lo que caracteriza a los hijos de Dios no es la comodidad, sino que el amor con que tratamos a nuestro Padre, que nos lleva a dar también importancia a los pecados veniales e imperfecciones.

En lo que se refiere a la confesión, indiscutiblemente pueden fijarse las condiciones que hacen de ella un signo eficaz de la gracia, pero nunca se pierda de vista que esos requisitos: examen de conciencia, arrepentimiento, propósito de enmienda y manifestación de las propias culpas, junto con cumplir la penitencia, no son una simple formalidad, sino los actos que nacen en el penitente al contemplar esa verdad que nos enseña la vida: la confesión es el encuentro personal con Jesucristo en un sacramento en que se obtiene la remisión de los pecados. Por eso no deben mirarse como una receta más, sino como la correspondencia personal a la misericordia de Dios, con lo que nos preparamos para este encuentro con las debidas disposiciones, que es lo único que el hombre puede poner de su parte, ya que lo más importante, el perdón, está en las manos de Dios.

Si se quiere hacer bien el examen de conciencia encomendarlo a la Virgen María y a los Ángeles Custodios para que nos alcancen del Espíritu Santo la luz que se necesita y no se nos pasen inadvertidas todas esas faltas que, más o menos inconscientemente, pretendemos disimular; de que la confesión suponga un adelanto en la vida espiritual y de que crezca en nosotros el amor a Dios, es imprescindible que el examen sea atento y se ponga en él, por lo menos, el mismo interés que se pone en cualquier asunto de responsabilidad.

Y no es que se quiera decir que el examen de conciencia sea complicado y difícil; con este ejemplo sólo se pretende insistir en que es necesario procurar que nada de lo que interese quede olvidado en cualquier rincón de la conciencia.

La tibieza, las negligencias en el cumplimiento en el propio deber, la ligereza al hablar, los juicios más o menos exactos de las actuaciones de los demás, lo que deberíamos hacer por el prójimo y no lo hacemos, la mentira, el incumplimiento de la palabra dada, la falta de sentido cristiano en las diversiones y en las relaciones sociales o familiares, las distracciones voluntarias en la Santa Misa o en la oración, los descuidos en la vida espiritual, la resistencia a la gracia de Dios que nos está pidiendo determinados actos de virtud, etcétera, etc., deberían llamar nuestra atención y ser objeto de acusación sincera y llena de arrepentimiento en el sacramento del perdón, y así, purificados con la gracia de Dios, avanzar un poco (o mucho) cada día por ese camino de la santidad personal al que nos llama el Señor a todos.

Para recuperar la amistad con Dios, perdida por el pecado es imprescindible arrepentirse de él.  Pero el arrepentimiento o dolor de corazón no debe entenderse como algo sensible que nos haga derramar lágrimas, porque en el caso de que fuese así, podría pensarse que falta una de las condiciones de la penitencia, sería un error lamentable.

Algunos se imaginan que arrepentirse es tanto como detestar lo hecho con la misma fuerza  con que un niño rechaza a los dulces después de un atracón.   Desgraciadamente no siempre ocurre así,  pues hay ocasiones en las que después de ofender a Dios, no nace en nosotros, como seguramente desearíamos, el aborrecimiento por el pecado, y no sólo eso, sino lo que es peor, después de cometerlo se nota una tendencia todavía mayor a volver a caer, ya que de algún modo se debilitan las fuerzas para el bien.

El dolor de los pecados no se nota en que éstos, sean cuales fuesen, dejan de atraernos, sino en la decisión con que la voluntad los detesta.  El arrepentimiento es ese quisiera no haberlo hecho, o aquel ojalá no lo hubiese cometido, y para que sea válido es preciso que hunda sus raíces en la vida sobrenatural, ya que de otro modo permanecería en el orden de las cosas naturales, en un plano distinto al de la vida de la gracia, con lo que ésta no podría llegar a nosotros.

Por eso debe referirse de alguna manera al Señor, pues de lo contrario, si no tuviese como último fin a Dios, no nos acercaría a Aquel de quien vamos a obtener el perdón, sino que nos dejaría encerrados en los estrechos límites de la propia pobreza, absolutamente incapaces de alcanzar la gracia de la que carecemos.

Son varias las razones que se pueden tener para arrepentirse de los pecados, pero no todas ellas nos disponen para recibir la gracia en el sacramento de la confesión.

Por eso será conveniente estudiarlas para no caer en el error de ofender a Dios con un falso dolor que nos apartaría aún más de Él.

Fundamentalmente hay tres clases de dolor de los pecados.

Al primero se llama de amor y procede del corazón: Dolor de Amor.  
Porque Él es bueno. -Porque es tu Amigo, que dio por ti su Vida.  -Porque todo lo bueno que tienes es suyo.  -Porque les has ofendido tanto. -Porque te ha perdonado…  ¡Él!…¡¡a ti!! - Llora, hijo mío, de dolor de Amor.

Hay otro que se llama de temor y procede del miedo al justo castigo, que en la otra vida corresponde a nuestros pecados.  No es tan perfecto y desinteresado como el anterior, pero como de algún modo se refiere al Señor, y aunque solamente nos relaciona con Él por el temor, es suficiente para recibir la gracia del perdón.

Y existe un tercer dolor, ajeno a la vida sobrenatural, al que podríamos llamar de soberbia porque tiene su origen, no en el amor ni en el temor de Dios, sino en el amor propio que se siente herido al comprobar la propia imperfección, y es esa tristeza que bien podría ser la envoltura de su soberbia.

Cuando se tiene este dolor, no es la ofensa a Dios la que nos duele, sino la propia pequeñez la que nos humilla, y con él no podríamos acercarnos dignamente a la confesión porque indica la falta de disposición del alma, que no pretendería alcanzar el perdón de Dios, sino que se estaría buscando a sí misma en un desordenado afán de autoperfección.

De todas formas, el dolor que nos producen nuestras faltas no sería sincero si no fuese acompañado del propósito de no volver a cometerlas.

El que no quiere caer de nuevo, lo sabe porque está decidido a quitar las ocasiones de pecado, que son aquellas circunstancias de la vida en las que nos encontramos en trance de volver a ofender a Dios.

No quita la ocasión de pecado quien continúa haciendo las mismas cosas que le llevaron a olvidar la Ley del Señor.

No nos engañemos; cuando se quiere dejar de pecar se ponen los medios para conseguirlo.

Pero yo no quiero pecar, es que soy débil.  Pues por eso, precisamente por eso, porque somos débiles, es por lo que existe una obligación especial de evitar la ocasión de pecar.

También se nota el verdadero propósito en que se está dispuesto a poner los medios positivos para fortalecer nuestra debilidad.  Estos medios son la oración, «orad para que no caigáis en la tentación», el trato frecuente y, si es posible, diario, con Jesús en la Eucaristía, y la devoción a la Virgen.

¿Cómo vamos a vencer las tentaciones de sensualidad, pereza, egoísmo, etc., si no acudimos al Señor y a su Madre para que nos alcancen la fortaleza necesaria para conseguirlo.

La Acusación de los Pecados

¡Mira qué entrañas de misericordia tiene la justicia de Dios!
Porque en los juicios humanos, se castiga al que confiesa la culpa,
mientras que en el divino, se perdona.
¡Bendito sea el santo Sacramento de la Penitencia!

Hay quienes creen que para recuperar la amistad divina basta con una conversión interior; con que desde dentro del alma se diga que nos pesa haberle ofendido; pero olvidan que Él mismo fue quien dijo «a quienes perdonéis los pecados les serán perdonados y a los que se los retuvieseis, les serán retenidos» y esto quiere decir que la posibilidad de perdonar o de retener le está encomendada a sus ministros en el sacramento de la penitencia, y esta posibilidad exige el conocimiento de los pecados y de las disposiciones interiores, porque de otro modo no sería razonable la concesión o la negativa del perdón. Para que esta concesión se haga con justicia, el penitente debe manifestar sinceramente sus pecados e indicar de este modo su arrepentimiento.

Es dogma de fe que los sacramentos producen la gracia, siempre que no se les ponga un obstáculo. ¿Y no sería un obstáculo acercarse a confesar sin estar dispuestos a declarar los pecados?

Cuando hay verdadero arrepentimiento, al alma no le importa pedir perdón en una acusación sincera en la que se declaran todos los pecados. Y si se quiere que ésta sea una manifestación de las disposiciones interiores y produzca su fruto, no es suficiente limitarse a decir que se ha faltado a tal o cual mandamiento de la Ley de Dios o de su Iglesia, sino que hay que declarar el número de veces que se hizo. Cuando este número no puede conocerse con exactitud, bastará decir: me acuso de haber faltado a tal mandamiento con tal frecuencia durante tanto tiempo (e.g. he faltado a Misa dos veces al mes durante el año).

A esta acusación de todos los pecados determinando su número es a lo que los teólogos llaman integridad de la confesión.  Y de la misma manera que una cosa no está completa mientras le falte algo, tampoco la confesión lo estará si se omitiese la acusación de algún pecado o no se declarase su número.

La confesión debe ser sincera, muy sincera.  Es inútil pretender disimular o callar las faltas porque con ello lo único que se conseguirá es aumentarlas con una nueva, el abuso del sacramento, que también es una ofensa a Dios, y en este caso, además, no se nos perdonará ninguno de los pecados confesados.

Otra cosa bien distinta habría que decir si esta omisión se debiese no a mala voluntad sino a un olvido involuntario.

Entonces, como el Señor se fija en las buenas disposiciones, ese pecado también se nos perdonaría, pero queda pendiente la obligación de declararlo en la siguiente confesión.  Ocurre lo mismo que cuando se tiene una deuda que se ha pagado en parte, la obligación de de devolver lo que falta permanece, aunque el dueño de la cosa sepa que se tiene la intención de hacerlo.

Para evitar estos defectos se aconseja decir al principio de la confesión lo que más nos cuesta o lo que más nos avergüenza nos dé, y así no se corre el peligro de olvidarlo o de callarlo por azoramiento en el último momento.  

En algunas ocasiones convendrá advertir al sacerdote que nos resulta difícil confesar determinados pecados para que él nos ayude con sus preguntas a hacer una buena confesión. Una vez que se ha obrado así, lo demás será cuesta abajo.

Es importante recordar que a la confesión vamos a acusarnos de las faltas personales.  Esto quiere decir que las del prójimo no hay que mencionarlas, a no ser que son pecados que se han cometido por nuestra culpa o de faltas que se cometieron junto con él. En tal caso habrá que declarar parentesco o condición o cualquier otra circunstancia que modificase o agravase el pecado, pero siempre con la prudencia y el respeto de no mencionar el nombre del cómplice.

También la acusación de los pecados debe ser delicada.  Desde luego hay que confesarse con la mayor educación que nos resulte posible, pero no hay que agobiarse rebuscando una forma tan fina de decir las cosas que nuestros pecados parezcan poco menos que virtudes.

Se acusarán los pecados, se dirá si se trata de pensamientos, palabras u omisiones y el número aproximado de ellos, en el caso que no se conozca éste con exactitud, y después se responderá a las preguntas que pueda hacernos el confesor.  Una vez hechas así las cosas, solamente queda recibir la absolución que nos hará salir de allí con una profunda alegría de corazón.

Ya se han declarado los pecados.  El sacerdote nos impone la penitencia para cumplir. A muchos les pasa inadvertidos su sentido y piensan que el confesor actúa así porque se ha hecho siempre, y es lo que ellos han observado desde niños; tienen interés en cumplirla, pero no saben por qué deben hacerlo.

Es verdad que no suele entenderse del todo la malicia del pecado, y tal vez se deba a esta falta de entendimiento la razón por la que no se vea la necesidad de penitencia. Pero como nos indica la Iglesia en uno de sus documentos de la existencia y gravedad de las penas se deduce la  insensatez y malicia del pecado.

El pecado mortal nos hace merecedores de la pena eterna, del infierno, donde nunca cesa el tormento y donde lo peor es que nunca más se llegará a amara Dios, el Bien Supremo, la Belleza Infinita, el Amor.

El pecado venial lleva consigo la pena del purgatorio, en el que se padece casi tanto como en el infierno, pero en donde el dolor está mitigado debido a la esperanza del Cielo, de la felicidad sin fin.

Según nos enseña la Revelación, estas penas son congruencia de los pecados que han lesionado la santidad y justicia divinas.

Esta es la herencia del pecado que tanto mal trajo al mundo, y éste es el origen de los sufrimientos que hemos de padecer si de verdad se quiere disfrutar de las alegrías del Cielo.

Al recibir la absolución sacramental, los pecados y también las penas que nos corresponden por ellos, son perdonados por el Señor; pero ocurre
con frecuencia que al acercarse a la confesión nuestras disposiciones no son siempre perfectas, y en este caso, que es el más corriente, efectivamente, se nos perdonan los pecados, pero como nuestro amor de Dios no alcanza el grado de pureza necesario, no se consigue la remisión total de la pena debida a nuestras faltas.

Hay una verdad de fe que viene a confirmar esta doctrina.  La existencia del purgatorio nos demuestra que las penas que hay que pagar o los restos del pecado que hay que purificar pueden permanecer, y de hecho permanecen, frecuentemente después del perdón de las culpas, puesto que en el purgatorio se purifican las almas de los difuntos, que han muerto verdaderamente arrepentidos, pero sin haber satisfecho por las faltas cometidas.  

Y esas penas consecuencia de nuestros pecados, han de ser purgadas en este mundo con los dolores, miserias y tristezas de la vida y especialmente con la muerte, o bien de por medio del fuego, los tormentos y las penas de la vida futura.

Con otras palabras: el amor a Jesucristo no se termina con la fe en su palabra de perdón y con la gratitud hacia Él.  El amor verdadero lleva a compartir con Él sus dolores y sufrimientos.

Aclarados estos conceptos, puede entenderse un poco mejor el sentido de la penitencia que nos impone el confesor.  Cuando éste nos indica que recemos tres Avemarías o que hagamos una visita al Santísimo Sacramento, al cumplirlo no se sigue un buen consejo, sino que se paga, con esa oración, o con esa obra de piedad,  parte de la deuda que se ha contraído con el Señor al ofenderle.

En justicia, la penitencia debería ser proporcional a la gravedad de las culpas, pero como esto no siempre es posible debido a las mil circunstancias de cada uno; el confesor suele imponer una penitencia pequeña que sería como el primer paso de una satisfacción voluntaria ejercitada con mayor generosidad.

Es mucho lo que se ofende a Dios, y en justo desagravio es lógico que, en la medida de sus fuerzas, cada uno expíe sus faltas con una vida llena de amor y de sacrificio, a sabiendas de que con ello no se paga toda la deuda contraída con nuestros pecados, ya que es Jesucristo quien carga con la parte más pesada al sufrir sobre su propia carne los dolores de la Pasión y de la muerte en Cruz.

Ofrecerle a Dios algo que nos cueste, deber de amor y deber de estado.
El trabajo bien hecho, la puntualidad, el orden en nuestras cosas, callar a tiempo, dominar la ira, refrenar la lengua, el cumplimiento heroico del deber, la guarda de los sentidos, la convivencia con personas que no coinciden exactamente con nuestros gustos y opiniones personales, los pequeños sacrificios en la comida, levantarnos a la hora que habíamos fijado, retirarnos a descansar en el momento previsto, no dejar las cosas en cualquier parte, no ser quisquillosos, etc., etc., serán la mejor oportunidad de mortificarnos y ofrecerle al Señor un poco de nuestro dolor, que nunca será tan grande como el que Él soportó al llevar la Cruz en el Calvario.

Y aunque se trate de cosas pequeñas, su valor estará en hacerlo todo con amor.  Hacedlo todo por Amor - Así no hay cosas pequeñas: todo es grande. -La perseverancia en las cosas pequeñas, por Amor, es heroísmo.

La prueba de ese Amor está en la alegría, esa alegría que cuando falta hace que se pierda parte del mérito que tienen las buenas obras.

Hay santos que han sufrido mucho en esta vida, pero siempre se les ha visto alegres.

Algunos piensan que la amistad con Dios consiste únicamente en no ofenderle, y con este puro concepto negativo del primero de los mandamientos enfocan su vida de piedad. 

Por eso, su vida interior es bastante triste y para ellos no existe la alegría de poder amar al Señor, cada día un poco más.

Son éstos y los que acostumbran a vivir en pecado, los que no tienen a la confesión el aprecio debido, porque se olvidan de que este sacramento, además de perdonar los pecados, es un gran medio de progreso espiritual, ya que no sólo da la gracia santifican, sino que además, y junto con ella, recibimos también la gracia sacramental, en la que encontramos fuerzas para luchar y perseverar en la tarea de la propia santificación.

Son muchas las dificultades que se encuentran a lo largo de la jornada para pretender superarlas y llegar a parecernos a Jesucristo sin la ayuda del Cielo que nos viene por medio de la confesión frecuente.

Con demasiada frecuencia nos ocurre, que un día no se tienen ganas; otro, porque no se encuentra la ocasión de confesar; un tercero, porque ya lo haremos en otro momento, y el hecho bien cierto es que se acaba por perder la gracia de Dios o por caer en la tibieza.  Y la causa de todo eso esto hay que buscarla en la falta de amor al sacramento de la penitencia,
que nos impide acercarnos a él con la frecuencia debida.

La vida espiritual no la constituyen solamente unas cuantas obligaciones que se cumplen, sino un amor que se demuestra.

Dios no se cansa de nuestras infidelidades.  Nuestro Padre del Cielo perdona cualquier ofensa, cuando el hijo vuelve de nuevo a Él, cuando se arrepiente y pide perdón.  Nuestro Señor es tan Padre, que previene nuestros deseos de ser perdonados, y se adelanta, abriéndonos los brazos con su gracia.

Por esto se recomienda con tanta insistencia que la confesión se haga semanalmente o cada quince días o, a más tardar, una vez al mes.

Cada uno que se tome el tiempo que necesite para confesarse, para después prepararse convenientemente para ese abrazo con Cristo en su Iglesia que es el sacramento de la penitencia.

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Notas tomadas del libro
Cómo confesarse bien
Francisco Luna y Luca de Tena

LA CONFESIÓN EXPLICADA POR EL PAPA



basado principalmente en la Exhortación Apostólica
del Papa Juan Pablo II Reconciliatio et Paenitentia (2-XII-1984)

«Es tal la importancia de la reconciliación para la Iglesia que uno de los siete sacramentos que reflejan la vida y su naturaleza más íntima es precisamente el sacramento de la penitencia.

El sacramento de la reconciliación nos enseña que este proceso penitencial se realiza a la luz de la misericordia de Dios que ofrece su perdón a los hombres.

Y en ese proceso el sacerdote ocupa un lugar fundamental.  Su ministerio forma parte del sacramento de la reconciliación y su actitud debe ser un signo transparente del Padre Misericordioso que devuelve a la vida al pecador arrepentido»

Reconocerse pecador

• Como escribe el apóstol San Juan:  «Si decimos que estamos sin pecado, nos engañamos a nosotros mismos y la verdad no está con nosotros.  Si reconocemos nuestros pecados, El que es fiel y justo nos perdonará nuestros pecados»…    

Reconocer el propio pecado, es más, -yendo aún más a fondo en la consideración de la propia personalidad- reconocerse pecador, capaz de pecado e inclinado al pecado, es el principio indispensable para volver a Dios.

• Muchos no ven ya en qué han pecado, y, aún menos, si han pecado gravemente; ni ven sobre todo por qué habrían de pedir perdón ante un representante de la Iglesia.

• «Formar» la conciencia propia es tarea fundamental.  La razón es muy sencilla: nuestra conciencia puede errar.  Y cuando sobre ella prevalece el error, ocasiona (…) una enfermedad mortal hoy muy difundida: la indiferencia respecto a la verdad.

¿De dónde nace esta gravísima enfermedad espiritual?  Su origen último es el orgullo en el que reside la raíz de cualquier mal.  El orgullo lleva al hombre a atribuirse el poder de decidir, cual árbitro supremo, lo que es verdadero y lo que es falso.

El hombre -todo hombre- es este hijo pródigo: hechizado por la tentación de separarse del Padre para vivir independientemente la propia existencia; caído en la tentación; desilusionado por el vacío que, como espejismo, lo había fascinado; solo, deshonrado, explotado mientras buscando construirse un mundo todo para sí; atormentado incluso desde el fondo de la propia miseria por el deseo de volverá a la comunión con el Padre.

Pero la parábola pone en escena también al hermano mayor que rechaza su puesto en el banquete (…).  Hasta que este hermano, demasiado seguro de sí mismo y de sus propios méritos, celoso y displicente, lleno de amargura y de rabia, no se convierta y no se reconcilie con el padre y con el hermano, el banquete no será aún en plenitud la fiesta del encuentro y del hallazgo.

El hombre -todo hombre- es también este hermano mayor.  El egoísmo lo hace ser celoso, le endurece el corazón, lo ciega y lo hace cerrarse a los demás y a Dios.

El pecado, ofensa a Dios

• La parábola evangélica de los dos hijos -que de formas diversas se alejan del padre, abriendo un abismo entre ellos- es significativa.  Nos hace meditar sobre las funestas consecuencias del rechazo al Padre, lo cual se traduce en un desorden en el interior del hombre y en la ruptura de la armonía entre hermano y hermano.  El rechazo del amor paterno de Dios y de sus dones de amor está siempre en la raíz de las divisiones de la humanidad.

• Exclusión de Dios, ruptura con Dios, desobediencia a Dios; a lo largo de toda la historia humana seto ha sido y es bajo formas diversas el pecado:

• El hombre, empujado por el Maligno y arrastrado por su orgullo, abusa de la libertad que le fue dada para amar y buscar el bien generosamente, negándose a obedecer a su Señor y Padre.

• El hombre, en lugar de responder con amor al amor a Dios, se le enfrenta como un rival, haciéndose ilusiones y presumiendo de sus propias fuerzas, con la consiguiente ruptura de relaciones con Aquél que lo creó (…) y que le mantiene en vida; el pecado es, por consiguiente, un acto suicida.

• Si el pecado es la interrupción de la relación filial con Dios, entonces pecar no es solamente negar a Dios; pecar es también vivir como si Dios no existiera, es borrarlo de la propia existencia diaria.

Pecado personal y pecado social

• El pecado es siempre un acto de la persona, porque es un acto libre de la persona individual, y no precisamente de un grupo o comunidad. (…) No se puede ignorar esta verdad con el fin de descargar en realidades externas -las estructuras, los sistemas, los demás- el pecado de los individuos.  Después de todo, esto supondría eliminar la dignidad y la libertad de la persona.

• Los pecados sociales  son el fruto, la acumulación y la concentración de muchos pecados personales. (…) Por lo tanto, las verdaderas responsabilidades son de las personas.

Mortal y venial

a) pecado venial

• El hombre sabe bien, por experiencia, que el camino que le lleva al conocimiento y amor de Dios, puede detenerse o distanciarse, sin por ello abandonar la vida de Dios; en este caso se da el pecado venial, que sin embargo, no deberá ser atenuado como si automáticamente se convirtiera en algo secundario o en un «pecado de poca importancia».

b) pecado mortal

• Pero el hombre sabe también, por una experiencia dolorosa que, mediante un acto consciente y libre de su voluntad puede volverse atrás, caminar el sentido opuesto al que Dios quiere y alejarse así de Él, y eligiendo por lo tanto, la muerte.

• Es pecado mortal lo que tiene como objeto una materia grave y, además, es cometido con pleno conocimiento y deliberado consentimiento.  Es un deber añadir -como se ha hecho también en el Sínodo- que algunos pecados, por razón de su materia, son intrínsecamente graves y mortales.  Es decir, existen actos que, por sí  y en sí mismos, independientemente de las circunstancias son siempre graves ilícitos por razón de su objeto.  Estos actos, si se realizan con el suficiente conocimiento y libertad, son siempre culpa grave (…).  Esto puede ocurrir de modo directo y formal, como en los pecados de idolatría, apostaría y ateísmo; o de modo equivalente, como en todos los actos de desobediencia a los mandamientos de Dios en materia grave.

c) consecuencias

• El pecado venial no priva de la gracia santifican de la amistad con Dios, de la caridad, ni, por lo tanto, de la bienaventuranza eterna, mientras que tal privación es precisamente consecuencia del pecado mortal.

Considerando además el pecado bajo el aspecto de pena que incluye, Santo Tomás con otros doctores llama mortal al pecado que, si no ha sido perdonado, conlleva una pena eterna; es venial el pecado que merece una simple pena temporal (o sea parcial y expiable en la tierra o en el purgatorio).

La reconciliación viene de Dios

• Como el padre de la parábola, Dios anhela el regreso del hijo, lo abraza a su llegada y adereza la mesa para el banquete del nuevo encuentro, con el que festeja la reconciliación (y que el hijo haya vuelto a la vida).

Lo que más destaca en la parábola es la acogida festiva y amorosa del padre al hijo que regresa: signo de la misericordia de Dios, siempre dispuesto a perdonar.  En una palabra: la reconciliación es principalmente un don del Padre celestial.

• Esta iniciativa de Dios se concreta y manifiesta en el acto redentor de Cristo que se irradia en el mundo mediante el ministerio de la Iglesia.

• Se nos puede preguntar: ¿No somos nosotros -únicamente nosotros- los que asumimos la iniciativa de pedir el perdón de los pecados? (…)

Ciertamente, también se exige nuestra libertad.  Dios no impone su perdón al que rehúsa aceptarlo.  Pero Dios está «antes» que nosotros y antes que nuestra invocación para ser reconciliados.  Nos espera.  Nosotros no nos apartaríamos de nuestro pecado, si Dios no nos hubiera ofrecido ya su perdón.  Más aún: no nos decidiríamos a abrirnos al perdón, si Dios, mediante el Espíritu que Cristo nos ha dado, no hubiera ya realizado en nosotros pecadores un impulso de cambio de existencia, como es, precisamente, el deseo y la voluntad de conversión.  «Os lo pedimos -dice San Pablo-: dejaos reconciliar con Dios».

En apariencia somos nosotros quienes damos los primeros pasos; en realidad, en el comienzo de nuestra reforma de vida está el Señor que nos ilumina y nos solicita.  La gratitud debe llenarnos el corazón antes aún de ser liberados de nuestras culpas mediante la absolución de la Iglesia.


LA CONFESIÓN

• «¿Por qué -se objeta- revelar a un hombre como yo mi situación más íntima y también mis culpas más secretas?».  «¿Por qué -se continúa objetando- no dirigirme directamente a Dios y verme obligado, en cambio, a pasar por la mediación de un hombre para obtener el perdón de mis pecados?»

Dato esencial de la fe

• Como dato esencial de la fe sobre el valor y la finalidad de la Penitencia se debe reafirmar que Nuestro Salvador Jesucristo instituyó en su Iglesia el Sacramento de la Penitencia, para que los fieles caídos en pecado después del Bautismo recibieran la gracia y se reconciliaran con Dios.

• Gracias al amor y misericordia de Dios, no hay pecado por grande que sea que no pueda ser perdonado; no hay pecador que sea rechazado.  Toda persona que se arrepienta será recibida por Jesucristo con perdón y amor inmenso.

• Sobre la esencia del Sacramento ha quedado siempre sólida e inmutable en la conciencia de la Iglesia la certeza de que, por voluntad de Cristo, el perdón es ofrecido a cada uno por medio de la absolución sacramental, dada por los ministros de la Penitencia.

«A quien perdonareis…»

• Este poder de perdonar los pecados Jesús lo confiere, mediante el Espíritu Santo, a simples hombres,  sujetos ellos mismos a la insidia del pecado: «Recibid el Espíritu Santo; a quien perdonareis los pecados, le serán perdonados; a quienes se los retuviereis, les serán retenidos» (Jn 20, 22).  Es ésta una de las novedades evangélicas más notables.

• Aquí se revela en toda su grandeza la figura del ministro del Sacramento de la Penitencia, llamado por costumbre antiquísima, el confesor.  Como en el altar donde celebra la Eucaristía y como en cada uno de los Sacramentos, el Sacerdote, ministro de la Penitencia, actúa «in persona Chisti».

• Confesamos nuestros pecados a Dios mismo, aunque en el confesionario los escucha el hombre-sacerdote.

• Por otra parte, los miembros del Pueblo de Dios, con instinto sobrenatural, saben reconocer en sus sacerdotes a Cristo mismo, que los recibe y perdona, y agradecen de corazón la capacidad de acogida, la palabra de luz y consuelo con que acompañan la absolución de sus pecados.

• ¡Qué tesoro de gracia, de vida verdadera e irradiación espiritual no tendría la Iglesia si cada Sacerdote se mostrase solícito en no falta nunca, por negligencia o pretextos varios, a la cita con los fieles en el confesionario!

• Otros trabajos pueden ser pospuestos e incluso abandonados, por falta de tiempo; pero no así el trabajo de confesión.

Algunas convicciones fundamentales

 I. Es el camino ordinario

• Insidia al Sacramento de la Confesión la mentalidad, a veces difundida, de que se puede obtener el perdón directamente de Dios incluso de modo ordinario, sin acercarse al Sacramento de la reconciliación.

• La primera convicción es que, para un cristiano, el Sacramento de la Penitencia es el camino ordinario para obtener el perdón y la remisión de sus pecados graves cometidos después del Bautismo. (…)

Sería pues insensato, además de presuntuoso, querer prescindir arbitrariamente de los instrumentos de la gracia y de salvación que el Señor ha dispuesto y, en su caso específico, pretender recibir el perdón prescindiendo del Sacramento instituido por Cristo precisamente para el perdón.

II. Función del Sacramento

• La segunda convicción se refiere a la función del Sacramento de la Penitencia para quien acude a él. Éste es, según la concepción tradicional más antigua, una especie de acto judicial; pero dicho acto se desarrolla ante un tribunal de misericordia más que de estrecha y rigurosa justicia.

• Pero reflexionando sobre la función de este Sacramento, la conciencia de la Iglesia descubre en él, además del carácter de juicio en el sentido indicado, un carácter terapéutico o medicinal (…): «Yo quiero curar, no acusar», decía San Agustín refiriéndose a la práctica de la pastoral penitencial, y es gracias a la medicina de la confesión que la experiencia del pecado no degenera en desesperación.

III. Partes que lo componen

• La tercera convicción, que quiero acentuar, se refiere a las realidades o partes que componen el signo sacramental del perdón y de la reconciliación.  Algunas de estas realidades son actos del penitente, de diversa importancia, pero indispensable cada uno o para la validez e integridad del signo, o para que éste sea fructuoso.

1. Examen de conciencia

• Una condición indispensable es, ante todo, la rectitud y la transparencia de la conciencia del penitente.  El acto llamado examen de concienciadebe ser siempre no una ansiosa introspección psicológica, sino la confrontación sincera y serena con la ley moral interior, con las normas evangélicas propuestas por la Iglesia, con el mismo Cristo Jesús, que es para nosotros maestro y modelo de vida.

• Aprended a llamar blanco a lo blanco, y negro a o negro; mal al mal, y bien al bien.  Aprended a llamar pecado al pecado, y no lo llaméisliberación y progreso, aun cuando toda la moda y la propaganda fuesen contrarias a ello.

2. Dolor y propósito

• Pero el acto esencial de la penitencia por parte del penitente, es la contrición, o sea un rechazo claro y decidido del pecado cometido, junto con el propósito de no volver a cometerlo, por el amor que se tiene a Dios y que renace con el arrepentimiento. (…) De esta contrición depende la verdad de la penitencia.

• En realidad, la negligencia para soliticitar el perdón, incluso la negativa de convertirse es lo propio del pecador, hoy como ayer.

• La necesidad de la Confesión quizá lucha en lo vivo del alma con la vergüenza; pero cuando el arrepentimiento es verdadero y auténtico, la necesidad vence a la vergüenza.

3. Acusación de los pecados

• Acusar los pecados propios es exigido ante todo por la necesidad de que el pecador sea conocido por aquél que en el Sacramento ejerce el papel de juez -el cual debe valorar tanto la gravedad de los pecados, como el arrepentimiento del penitente- y a la vez hace el papel de médico, que debe conocer el estado del enfermo para ayudarlo y curarlo (…).  La acusación de los pecados es también el gesto del hijo pródigo que vuelve al padre y es acogido por él con el beso de la paz; gesto de lealtad y de valentía; gesto de entrega de sí mismo, por encima del pecado, a la misericordia que perdona.

• Tened presente que todavía está vigente y lo estará por siempre en la Iglesia la necesidad de la Confesión íntegra de los pecados mortales.

• Porque, si el pecado y la culpa no fuesen reconocidos por lo que son a los ojos de Dios, entonces se pondría en peligro lo que hay de más humano en el propio hombre.  «¿Has pecado? -nos pregunta San Juan Crisóstomo- ¡confiesa entonces a Dios!…Denuncia tu pecado, si quieres que te sea perdonado.  No hay que cansarse para hacer esto, no se necesitan giros de palabras, ni debe gastarse dinero: nada de eso.  Es preciso reconocer de buena fe los propios pecados y decir: He pecado.

4. El momento del perdón

• Otro momento esencial del Sacramento de la Penitencia compete ahora al confesor juez y médico, imagen de Dios Padre que acoge y perdona a aquél que vuelve: es la absolución.

La fórmula sacramental:  «Yo te absuelvo…», y la imposición de la mano y la señal de la cruz, trazada sobre el penitente, manifiestan que en aquel momento el pecador contrito y convertido entra en contacto con el poder y la misericordia de Dios.  Es el momento en el que, en repuesta al penitente, la Santísima Trinidad se hace presente para borrar su pecado y devolverle la inocencia, y la fuerza salvífica de la Pasión, Muerte y Resurrección de Jesús es comunicada al mismo penitente. (…) Solamente la fe puede asegurar que en aquel momento todo pecado es perdonado y borrado por la misteriosa intervención del Salvador.

5.  Cumplir la penitencia

• La satisfacción es el acto final, que corona el signo sacramental de la Penitencia.  En algunos países lo que el penitente perdonado y absuelto acepta cumplir, después de haber recibido la absolución, se llama penitencia.

• La penitencia tiene por misión conseguir la remisión de las penas temporales que, después de la remisión de los pecados, quedan aún por expiar en la vida presente o en la futura.

Otras convicciones

a) Algunos frutos del perdón

• Hay que subrayar que el fruto más precioso del perdón obtenido en el Sacramento de la Penitencia consiste en la reconciliación con Dios, la cual tiene lugar en la intimidad del corazón del hijo pródigo, que es cada penitente.  Pero hay que añadir que tal reconciliación (…) repara las rupturas causadas por el pecado: el penitente se reconcilia consigo mismo en el fondo más íntimo de su propio ser, en el que recupera la propia verdad interior; se reconcilia con los hermanos, agredidos y lesionados por él de algún modo; se reconcilia con la Iglesia; se reconcilia con toda la creación.

• Cristo nos cura precisamente allí donde estamos enfermos de ese mal contagioso que crea el desequilibrio en el mundo entero: el egoísmo, la envidia, la voluntad de dominio...

• Y cuantos se acercan al confesionario, a veces después de muchos años y con el peso de pecados graves, en el momento de alejarse de él, encuentran el alivio deseado; encuentran la alegría y la serenidad de la conciencia que fuera de la confesión no podrían encontrar en otra parte.

b) Eucaristía y Confesión

• Hay serias razones para extrañarse y abrigar algún temor, cuando en ciertas regiones se ve a tantos fieles recibir la Eucaristía siendo así que muy pocos se han acercado al sacramento de la reconciliación.

• Pero queda en pie la advertencia de San Pablo: «El que come y bebe sin discernir el Cuerpo del Señor, come y bebe su propia condenación».  «Discernir el Cuerpo del Señor», significa, para la doctrina de la Iglesia, predisponerse a recibir la Eucaristía con una pureza de espíritu que en el caso de pecado grave, exige la previa recepción del sacramento de la Penitencia.

• A quien desea comulgar debe recordársele el precepto: Examínese, pues, el hombre a sí mismo.   Y la costumbre de la Iglesia muestra que tal prueba es necesaria, para que nadie, consciente de estar en pecado mortal, aunque se considere arrepentido, se acerque a la santa Eucaristía sin hacer previamente la confesión sacramental.

c) Sed coherentes

•  Manteneos coherentes con el mensaje y la amistad con Jesús; vivid en gracia, permaneced en su amor, poniendo en práctica toda la ley moral, alimentando vuestra alma con el Cuerpo de Cristo, recibiendo periódica y seriamente el sacramento de la Penitencia.

d) El único modo ordinario de confesarse

• La confesión individual e íntegra de los pecados con la absolución igualmente individual constituye el único modo ordinario, con el que el fiel, consciente de pecado grave, es reconciliado con Dios y con la Iglesia.  De esta ratificación de la enseñanza de la Iglesia, resulta claramente quecada pecado grave debe ser siempre declarado, con sus circunstancias determinantes, en una confesión individual.

•  En cambio, la reconciliación de varios penitentes con confesión y absolución general reviste carácter de excepción y por tanto no queda a la libre elección. (…) Esto no puede convertirse en forma ordinaria y no puede ni debe usarse si no es «en casos de grave necesidad», quedando firme la obligación de confesar individualmente los pecados graves antes de recurrir de nuevo a otra absolución general (…).  Esta posterior confesión íntegra e individual de los pecados, debe hacerse lo antes posible.

e)  Confesor fijo

• Es necesario comprender la importancia de tener un confesor fijo a quien recurrir habitualmente: él, llegando a ser así también director espiritual, sabrá indicar a cada uno el camino a seguir para responder generosamente a la llamada a la santidad.


f)  María, «aliada de Dios»

• Os invito a dirigidos conmigo al Corazón Inmaculado de María, Madre de Jesús, en el que se realizó la reconciliación con Dios con la humanidad (…) Verdaderamente María se ha convertido en la «aliada de Dios» en virtud de su maternidad divina, en la obra de la reconciación.

• Esperanza nuestra, míranos con compasión, enséñanos a ir continuamente a Jesús y, si caemos, ayúdanos a levantarnos, a volver a Él, mediante la confesión de nuestras culpas y pecados en el sacramento de la Penitencia, que trae sosiego al alma.