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En las urnas penan las ánimas‏


  • Las urnas y el desierto

por Leonardo Sanhueza
Diario Las Últimas Noticias, martes 30 de octubre de 2012

Todo el mundo quedó un tanto aturdido
después de las elecciones del domingo,
unos por el sorpresivo costalazo múltiple,
otros por el poder alucinógeno
de los triunfos inesperados.

En medio de esa confusión,
cada quien interpretó
los resultados a su pinta, 
como un tahúr sobreexcitado
por el primer y fatal 
acierto en la ruleta,
o por el contrario,
como esos futbolistas
paradigmáticos
que analizan incluso
sus peores derrotas
con gran altura filosófica:
"No nos ganaron ni por un instante.
Fuimos nosotros los que perdimos".

Es extraña esa manera de reaccionar
ante lo políticamente inverosímil.

Cuando los resultados de una elección
eran más o menos obvios,
como solían serlo hasta hace unos días,
las reacciones estaban llenas 
de lugares comunes
y discursos premasticados.

Pero le cuesta a la gente 
salirse de ese molde
cuando ocurren cosas
que no se creían posibles,
como si el estupor 
fuera mal visto
y la alegría o la tristeza
tuviera que tener siempre
una justificación
debidamente estructurada.

En la gloria o el fracaso,
cuando son imprevistos,
nadie quiere mostrar
sus más profundos sentimientos 
de perplejidad o sorpresa,
sino que todos se conducen
con la misma naturalidad
con que el Chapulín Colorado
aceptaba por igual 
las catástrofes y los chiripazos,
conjurando retóricamente
las veleidades del destino:
"Lo sospeché desde un principio",
"No contaban con mi astucia",
"Todos mis movimientos 
están fríamente calculados".

En el reverso, lo más previsible
de la elección pasada,
tal como venía anunciándose
escrutinio tras escrutinio
desde hace unos veinte años,
era que penarían 
las ánimas en las urnas.

Nadie podría venir 
a espantarse ahora 
con que más de la mitad 
de los chilenos 
se haya abstenido de votar.

Y, sin embargo, 
ahí están las lamentaciones.

Unos hablan de alerta,
otros de franca debacle;
el caso es que todos
parecieran estar desayunándose
con algo que no podía ser 
de otro modo, después de
años y años en que 
el sistema político
se ha desentendido 
metódicamente
del bien común, 
apostando a que 
el elástico de la confianza popular
resista y se estire un poco más
en cada elección.

Seguramente es cierto
que existe una abstención pasiva,
sin voluntad, que proviene
de ciudadanos apolíticos
e individualistas, que no vota
porque está flotando en la desidia.

Pero la mayor parte de la abstención
es activa, aun cuando no lo sea
en términos de protesta premeditada:
es abstención activa en la medida
en que la mayoría de los chilenos
no ve por dónde pueda tener injerencia
en su país y no ve en sus autoridades
un reflejo de su barrio, de sus comunas,
de sus calles.

El Estado se ha vuelto 
una colección de trabas,
hermetismos y distancias,
e incluso cuando se pone benefactor
hace todo lo posible por impedir
la comunicación con los beneficiarios.

Como el castillo de Kafka,
el edificio político brilla
muy lejos de los peatones,
parapetado tras un desierto
de formularios, fichas sociales,
inflaciones incomprensible,
chanchullos impunes,
impuestos específicos,
macucaje partidista
y todo tipo de miguelitos
que impiden el libre tránsito
entre las personas 
y esa cosa cerrada 
que, cada día más,
cuesta llamar república.

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