A través de las librerías se vislumbra un mundo más amplio, abierto a otras formas de pensar.
por Alvaro Matus - Diario El Mercurio, 20/10/2011 - 04:00
LA LLEGADA de Amazon a Hispanoamérica promete revolucionar nuestro mercado editorial. Sin duda bajarán los costos de muchas obras, aunque todavía es difícil predecir la magnitud de los cambios, sobre todo si hablamos de un país tan lejano y con pocos lectores. ¿Cuánto podrán disminuir los costos de envío si las bodegas siguen manteniéndose en España? En Chile, además, la compra por internet se topa con un factor desalentador: que todo el ahorro que implica la operación virtual se reduzca a cero si el paquete es retenido por aduana.
Es probable que las librerías de interés general se vean más damnificadas que las tiendas que cuentan con un perfil claro y se distinguen por brindar una atención profesional. Los buenos libreros pasan gran parte del día orientando al público, se consiguen títulos raros y ayudan a que el interesado en Philip Roth, por ejemplo, descubra su genealogía: Saul Bellow, Bernard Malamud, Henry Roth. En el fondo, los libreros de raza saben que trabajan con adictos. Por eso están dispuestos a recomendar una versión más barata del mismo título o permiten que se les pague con varios cheques, manteniendo el precio contado. Los lectores siempre vuelven, dicen.
Hay magníficas historias que demuestran que, más allá de la compra-venta, las librerías pueden ser un refugio. Fue Shakespeare & Co quien se atrevió a editar el Ulises de Joyce, novela que entonces era calificada como "pedazo de pornografía". Entrañable es el caso de Helen Hanff, quien rescata en 84, Charing Cross Road la correspondencia que suscribió durante 20 años con el encargado de una librería londinense. Aquí no hay apreciaciones literarias deslumbrantes, pero sí nos enteramos de las extravagancias de esta devota de la cultura clásica y de un amor por el oficio de librero pocas veces narrado. Entre ambos surgió una relación de respeto, confianza y admiración difícil de imaginar en tiempos de servidores electrónicos.
Más sobrecogedor es el testimonio que Mijaíl Osorguín entrega en La Librería de los Escritores, que es también como se llamaba el negocio que entre 1918 y 1922 sobrevivió a la degradación espiritual en que cayó Rusia con el comunismo. Formada por un grupo de intelectuales de Moscú, la tienda se convirtió en lugar de encuentro de profesores, poetas y lectores de toda índole. Por un kilo de harina algunos estaban dispuestos a deshacerse de valiosas ediciones y los libreros, por su parte, después se veían obligados a venderlas por un litro de aceite. Así, el negocio oscilaba entre la protección patrimonial y la ayuda de quienes vendían sus bibliotecas para no morir de hambre. "Tuvimos clientes que nos visitaban a diario, si no para comprar, por lo menos para pasear por los anaqueles, deleitarse con los libros, encontrarse entre ellos", escribe Osorguín.
Las librerías son espacios de complicidad a través de los que se vislumbra un mundo más amplio, abierto a otras formas de pensar. Sus estanterías son testigos de una pasión secreta y a veces también entregan consuelo o tranquilidad. Tengo un amigo que se para frente a los quioscos de diarios y dice, con algo de exageración, que mientras haya uno abierto la humanidad estará a salvo. Hoy le preguntaré qué siente cuando entra a una librería.
Es probable que las librerías de interés general se vean más damnificadas que las tiendas que cuentan con un perfil claro y se distinguen por brindar una atención profesional. Los buenos libreros pasan gran parte del día orientando al público, se consiguen títulos raros y ayudan a que el interesado en Philip Roth, por ejemplo, descubra su genealogía: Saul Bellow, Bernard Malamud, Henry Roth. En el fondo, los libreros de raza saben que trabajan con adictos. Por eso están dispuestos a recomendar una versión más barata del mismo título o permiten que se les pague con varios cheques, manteniendo el precio contado. Los lectores siempre vuelven, dicen.
Hay magníficas historias que demuestran que, más allá de la compra-venta, las librerías pueden ser un refugio. Fue Shakespeare & Co quien se atrevió a editar el Ulises de Joyce, novela que entonces era calificada como "pedazo de pornografía". Entrañable es el caso de Helen Hanff, quien rescata en 84, Charing Cross Road la correspondencia que suscribió durante 20 años con el encargado de una librería londinense. Aquí no hay apreciaciones literarias deslumbrantes, pero sí nos enteramos de las extravagancias de esta devota de la cultura clásica y de un amor por el oficio de librero pocas veces narrado. Entre ambos surgió una relación de respeto, confianza y admiración difícil de imaginar en tiempos de servidores electrónicos.
Más sobrecogedor es el testimonio que Mijaíl Osorguín entrega en La Librería de los Escritores, que es también como se llamaba el negocio que entre 1918 y 1922 sobrevivió a la degradación espiritual en que cayó Rusia con el comunismo. Formada por un grupo de intelectuales de Moscú, la tienda se convirtió en lugar de encuentro de profesores, poetas y lectores de toda índole. Por un kilo de harina algunos estaban dispuestos a deshacerse de valiosas ediciones y los libreros, por su parte, después se veían obligados a venderlas por un litro de aceite. Así, el negocio oscilaba entre la protección patrimonial y la ayuda de quienes vendían sus bibliotecas para no morir de hambre. "Tuvimos clientes que nos visitaban a diario, si no para comprar, por lo menos para pasear por los anaqueles, deleitarse con los libros, encontrarse entre ellos", escribe Osorguín.
Las librerías son espacios de complicidad a través de los que se vislumbra un mundo más amplio, abierto a otras formas de pensar. Sus estanterías son testigos de una pasión secreta y a veces también entregan consuelo o tranquilidad. Tengo un amigo que se para frente a los quioscos de diarios y dice, con algo de exageración, que mientras haya uno abierto la humanidad estará a salvo. Hoy le preguntaré qué siente cuando entra a una librería.
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