por Roberto Merino
Diario Las Últimas Noticias
Lunes 24 de Octubre de 2011
La otra noche, entre un sueño y otro,
me empeñé en forzar el pensamiento
con el fin de entender el tiempo
hasta donde pudiera.
No saqué nada en limpio, nada nuevo;
sólo alcancé a ratificar trilladas
conclusiones que traía de antes.
Dimensionando años luz y negras galaxias
me dormí otra vez y soñé que una niña
gritaba desde la acera de enfrente
y sus palabras inaudibles
se iban quedando a medio camino.
A la mañana siguiente
encontré un mail de alguien
que pertenecía a la lejana adolescencia.
Me decía: «Juntémonos a hablar
de la vida antes de que se acabe».
Por Dios,
la persona que me escribió
todavía es joven para mí.
No he dado por concluidos
los circuitos existenciales
en los que intersectamos
en la primavera de 1977,
cuando descubríamos la ciudad
y a nosotros mismos en largas tandas
que alternaban incursiones
en los parques soleados,
desplazamientos en liebre,
contemplación del curso exiguo del río
e intercambio constante
de informaciones, observaciones,
barbaridades y -ya por entonces-
reminiscencias de un pasado
más inventado que vivido.
A veces me cuesta
encontrar en la realidad
el lugar exacto de esas escenas.
Haya cambiado o no Santiago,
es difícil hacer calzar
la ciudad de la experiencia,
su imagen, con las calles
y los muros y los árboles reales.
El extrañamiento es una cuestión
más del tiempo que del espacio.
Toda esa parte liminar
de mi enrolamiento en el mundo
ha quedado cifrada
en un montón de olores,
pedazos de canciones
y sensaciones inexplicables.
En ocasiones el modo
en que la luz se disgrega
entre unos techos de teja
y una glicina seca
basta para brindarme
la inminencia de que voy
a calibrar la esencia de esos años:
luego no pasa nada.
En el sentido inverso,
me gusta detenerme
cada cierto tiempo
a considerar mi presente actual
desde la perspectiva del que fui.
Eso sí es extraño.
Hace treinta años
no hubiera tenido cómo saber
en qué casa iba a vivir en el futuro,
qué cara encontraría
todas las mañanas en el espejo
o quiénes serían las personas cercanas.
Claro, miro una foto de ahora mismo
en que salgo con mis hijos
al fondo de un jardín y pienso que
-desde la perspectiva del pasado-
ellos son como fantasmas o apariciones
o entidades de otra dimensión.
Germán Marín publicó hace poco
un libro de recuerdos personales
cuyo título -Antes que yo muera-
engarza la idea de la muerte
en las vecindades de la memoria.
El que recuerda lo hace
en un plano que sabe tan fugaz
como todo lo que da contenido
a sus remembranzas.
La primavera de 1977
era demasiado real para nosotros (ella y yo),
un soporte mucho más entronizado
y duradero que estos días de 2011,
con colores más nítidos
y un no sé qué de emoción
y esperanza en la atmósfera.
Y sin embargo se fue a los tientos
con otras primaveras
hacia el lugar improbable de la extinción.
En los ojos de los veteranos
podríamos haber escrutado
que estábamos en una felicidad fugaz,
pero nuestra energía nos hubiera
impedido apreciar una idea tan lúgubre.
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