Queremos mejorar la educación y queremos reducir las desigualdades, pero no hemos discutido seriamente el cómo.
por Daniel Mansuy - Diario La Tercera, 19/10/2011 - 04:00
LA IDEA de una reforma tributaria empieza a recorrer su camino, y no saldrá fácilmente de nuestro horizonte. Y es que la demanda por mayor igualdad parece haber encontrado aquí su próxima batalla y, en ese contexto, un alza de impuestos aparece como inevitable. Y el conflicto estudiantil está allí, abierto, interminable y estirado, como chicle barato para quienes duden: sin inyección generosa de recursos, no tenemos cómo mejorar.
Pero, ¿de qué hablamos cuando nos referimos a la reforma tributaria? Para muchos, es una especie de panacea que resolvería todos nuestros conflictos, o casi. En sus mentes febriles parece dibujarse un escenario como el siguiente: si forzamos a los ricos a pagar más impuestos, entonces los niveles de desigualdad se reducirán, y nuestra sociedad será más pacífica y justa. Aunque todo esto suena bonito, es una quimera: una reforma tributaria por sí sola no resolverá ninguno de nuestros problemas. Esta mirada es bien sintomática de un mal que nos aqueja: nos está costando mucho poner distancia entre nuestros deseos y la realidad. Esto va matando la política, cuyo rol es justamente deliberar y mediar en esa distancia, aunque tantos indignados se nieguen a verlo. Así, pensamos que basta con exigir educación gratuita y de calidad para obtenerla; y creemos que la inscripción automática y el voto voluntario van a resolver mecánicamente nuestros problemas de participación (aunque lamento decepcionar al lector: los van a agravar). Casi sin darse cuenta, incluso los más críticos del mercado se han rendido a su lógica: lo quiero, lo tengo. Es raro, pero estamos pasando de un inmovilismo indolente al más lírico de los voluntarismos, y perdemos de vista que estos cambios también requieren de cierto esfuerzo sobre nosotros mismos.
Por su lado, los detractores de la reforma tributaria no lo hacen mucho mejor: al negarse a toda discusión sobre el modelo, sólo ilustran su propia incapacidad para entender las dinámicas que el mismo mercado genera. Y aunque bastaría con leer a Schumpeter para disipar la ilusión, varios siguen pensando que la política no es mucho más que una rama auxiliar de la economía de mercado. En cualquier caso, toda esta discusión carece de sentido si no resolvemos antes una cuestión previa: ¿Para qué queremos una reforma tributaria? Queremos mejorar la educación y queremos reducir las desigualdades, pero no hemos discutido seriamente el cómo, más allá de las consignas y de los viajes. Nuestro aparato público no funciona demasiado bien y la calidad de la política no anda precisamente por las nubes. Muchos de nuestros problemas no son tanto de recursos como de gestión, y otros no son tanto de gestión como culturales. Nuestra convivencia se está degradando, y eso no se resuelve con dinero. Además, si hoy se pusieran recursos sobre la mesa, los universitarios se lo llevarían casi todo, cuando es evidente que las desigualdades más urgentes están mucho antes.
En dos palabras: es obvio que necesitamos una reforma tributaria, pero necesitamos mucho más que una reforma tributaria. Mientras no le tomemos el peso a este problema, toda reforma está condenada al fracaso, y toda discusión, condenada a repetirse una y mil veces. Pero no se engañe: seguiremos exactamente en el mismo lugar.
Pero, ¿de qué hablamos cuando nos referimos a la reforma tributaria? Para muchos, es una especie de panacea que resolvería todos nuestros conflictos, o casi. En sus mentes febriles parece dibujarse un escenario como el siguiente: si forzamos a los ricos a pagar más impuestos, entonces los niveles de desigualdad se reducirán, y nuestra sociedad será más pacífica y justa. Aunque todo esto suena bonito, es una quimera: una reforma tributaria por sí sola no resolverá ninguno de nuestros problemas. Esta mirada es bien sintomática de un mal que nos aqueja: nos está costando mucho poner distancia entre nuestros deseos y la realidad. Esto va matando la política, cuyo rol es justamente deliberar y mediar en esa distancia, aunque tantos indignados se nieguen a verlo. Así, pensamos que basta con exigir educación gratuita y de calidad para obtenerla; y creemos que la inscripción automática y el voto voluntario van a resolver mecánicamente nuestros problemas de participación (aunque lamento decepcionar al lector: los van a agravar). Casi sin darse cuenta, incluso los más críticos del mercado se han rendido a su lógica: lo quiero, lo tengo. Es raro, pero estamos pasando de un inmovilismo indolente al más lírico de los voluntarismos, y perdemos de vista que estos cambios también requieren de cierto esfuerzo sobre nosotros mismos.
Por su lado, los detractores de la reforma tributaria no lo hacen mucho mejor: al negarse a toda discusión sobre el modelo, sólo ilustran su propia incapacidad para entender las dinámicas que el mismo mercado genera. Y aunque bastaría con leer a Schumpeter para disipar la ilusión, varios siguen pensando que la política no es mucho más que una rama auxiliar de la economía de mercado. En cualquier caso, toda esta discusión carece de sentido si no resolvemos antes una cuestión previa: ¿Para qué queremos una reforma tributaria? Queremos mejorar la educación y queremos reducir las desigualdades, pero no hemos discutido seriamente el cómo, más allá de las consignas y de los viajes. Nuestro aparato público no funciona demasiado bien y la calidad de la política no anda precisamente por las nubes. Muchos de nuestros problemas no son tanto de recursos como de gestión, y otros no son tanto de gestión como culturales. Nuestra convivencia se está degradando, y eso no se resuelve con dinero. Además, si hoy se pusieran recursos sobre la mesa, los universitarios se lo llevarían casi todo, cuando es evidente que las desigualdades más urgentes están mucho antes.
En dos palabras: es obvio que necesitamos una reforma tributaria, pero necesitamos mucho más que una reforma tributaria. Mientras no le tomemos el peso a este problema, toda reforma está condenada al fracaso, y toda discusión, condenada a repetirse una y mil veces. Pero no se engañe: seguiremos exactamente en el mismo lugar.
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