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No todo es gulash



Sin la formidable lista de emigrados húngaros del siglo XX y sus contribuciones de primera línea viviríamos en un mundo más pobre.

por Alfredo Jocelyn-Holt - Diario La Tercera 22/10/2011 - 04:00
LA OBRA de ese extraordinario fotógrafo húngaro que fue André Kertész (actualmente en exposición en el Bellas Artes) resulta curiosa. Es tan de bajo tono, intimista, poco pretenciosa, para nada dramática, noticiosa y sin compromiso político evidente alguno que, si no fuera por el medio elegido, su calidad técnica, atrevidos ángulos, distorsiones surrealistas y otros guiños vanguardistas (la serie de fotos de la casa de Piet Mondrian, los retratos de Chagall en familia, de Colette, de Sergei Eisenstein) podría llevarnos a pensar erróneamente que lo suyo pertenece a otra época, a otro tiempo.

Y eso que su vida y obra cubren casi el siglo completo. Kertész nace en Budapest en 1894. Participa en la Primera Guerra Mundial, presencia la desaparición y el quiebre del Imperio Austro-Húngaro, el auge del comunismo y el nacionalsocialismo, la persecución y diáspora judía. Vive en París en los años 20 y 30; comparte trabajo y amistad con algunas de las figuras más creativas de ese momento (fue él quien introdujo a la fotografía a Brassaï, uno de los principales documentadores de Picasso), para terminar emigrando y radicándose en los Estados Unidos en vísperas de la Segunda Guerra Mundial hasta su muerte, ya famoso, en Nueva York en 1985.

Una trayectoria no tan distinta, en cuanto a itinerario como eventual impacto, a la de otros emigrados también húngaros, igual de cosmopolitas que él. La lista es formidable: Béla Bartok, George Szell, Eugene Ormandy, Theodor Herzl, Arthur Koestler, Georg Lukács, Marcel Breuer, László Moholy-Nagy, Karl Mannheim, Karl Kerényi, Michael Polanyi, Robert Capa, Man Ray, Brassaï, Paul Lukas, Franz Alexander y muchos otros. Esto es, compositores, músicos, periodistas, escritores, filósofos, estudiosos de la literatura, arquitectos, diseñadores, sociólogos, economistas, fotógrafos, actores, psicoanalistas, [el articulista olvida mencionar grandes científicos y matemáticos como von Neumann, Wigner, Teller y Szilard entre otros] sin cuyas contribuciones de primera línea viviríamos, en efecto, en otro mundo, uno más pobre, sin duda. Seis de los siete premios Nobel húngaros hacen su trabajo en el exilio.

Según John Lukacs (Budapest 1900. A Historical Portrait of a City and its Culture, 1988), tamaño fenómeno se explica por la efervescencia cultural de Budapest alcanzada hacia fines e inicios de siglo, análoga a la de Viena, aunque a menor escala, y porque la ciudad se propuso asimilar los modelos urbanos franceses de punta, también los más altos estándares educacionales en boga. Concretamente, en el gymnasium secundario, un currículo que exigía entre seis y a veces hasta ocho años de latín, tres años de griego, estudios de altas matemáticas (cálculo integral y diferencial), las historias de la literatura magiar y de Hungría, también las griegas y romanas; en definitiva, una formación rigurosamente humanista. Claro que según cánones clásicos, que así como habrían de formar según los más estrictos padrones harían también derivar -he ahí la paradoja- a sus mejores alumnos y exponentes (la generación del 900) hacia inclinaciones y preferencias más de tipo vanguardista modernista.

Este es el mundo en que nacen y se educan los Kertész y otros tantos. Un mundo que, una vez que decae, que pierde su preeminencia centroeuropea y se vuelve periférico, cede su lugar a París y luego a Estados Unidos. Justamente, la ruta de Kertész y otros tantos.

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