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Cine: Lisboa de misterios



Para alguien que nunca haya visto una película de Raúl Ruiz, o se ha sentido abrumado ante la idea de hacerlo, Misterios de Lisboa es un perfecto punto de partida. Es una película simple como sólo las obras maestras se permiten serlo; para un espectador promedio es llegar y sumergirse en ella, aunque a la salida del cine sea más difícil intentar dilucidar lo que se vio. Más aún en el caso de Ruiz: es una película que resume y condensa su obra, y se abre como un gran portal para conocer la inmensidad de su carrera en el cine. Y sin embargo, no para pocos, será tan entretenida como la mejor teleserie brasilera de la hora de almuerzo.
La trama es fascinante y se construye bajo una premisa ruiziana que fundamenta al melodrama, pero también a la narración moderna: todo enigma tiene una explicación, pero esa explicación siempre abrirá nuevos enigmas. Ese mandamiento dramático (que es la base estructural del guión de una serie de TV como Lost, sin ir más lejos), en Misterios de Lisboa se construye a partir de lo siguiente: el joven João no sabe quiénes son sus padres. Con la ayuda del sacerdote Dinis (una especie de reencarnación del padre Brown de las novelas de Chesterton), João descubre que su madre, que lo abandonó al nacer, es una condesa. Y que su marido, el conde, no es su progenitor. Encontrar la raíz de los secretos familiares que llevaron a esa situación es el centro de los misterios.
Producida para la TV por el legendario Paulo Branco (como buena parte de las mejores películas europeas de Ruiz), la cinta ya es un mecano en sí misma: se filmó como miniserie de seis horas que derivó en una película de cuatro (premiada en el Festival de San Sebastián el año pasado), y ahora se estrena en Chile en dos partes, la primera en estos días y la segunda en un par de semanas más. Que sea la última obra de uno de los más grandes cineastas de la historia podría ser irrelevante ante algo más importante: es, además, una gran película.

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