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El puente sobre el Calle Calle



por Rafael Gumucio
Diario El Mercurio, Revista de Libros, Domingo 23 de Octubre de 2011
http://blogs.elmercurio.com/cultura/2011/10/23/el-puente-sobre-el-calle-calle.asp

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El cine chileno lleva al menos una década enorgulleciendo a los patriotas de la cultura. Existen pocos festivales internacionales en los que una película chilena no tenga un más que digno desempeño. Eso además de éxito en las salas, y películas que emocionan y disturban hasta al más exigente (pienso en "La Nana" o "Machuca", entre las masivas, y muchas otras entre las más secretas). Mirado a la rápida sería fácil pensar que el cine chileno se ha dedicado a contar un país que las novelas ya no cuentan. Bien mirado, es quizás la punta del iceberg cuya parte sumergida es justamente la narrativa chilena. Los aciertos y los errores del cine chileno son de muchas maneras los de sus cuentos y novelas. El cine y la narrativa chilenos son como hermanos siameses que duermen a distintas horas para no incomodarse, pero tienen muchas veces los mismos sueños.
Este festival de Valdivia en el que tuve la suerte de ser jurado, que se abrió con la adaptación de "Bonsái" de Alejandro Zambra dirigida por Cristián Jiménez y terminó con la victoria de "Música campesina", del también escritor Alberto Fuguet, pareció reconocer esa filiación secreta.
Los cineastas se ven obligados a colaborar entre ellos y con otros; en sus películas se lucen actores que le aportan un toque de frivolidad pero también de vitalidad, flash y alfombras rojas, todo eso que le es esquivo a la literatura chilena enamorada donde la grisalla es de buen tono. El cine es conciso, sintético, es una experiencia acotada en el tiempo, ese mismo tiempo que las buenas novelas juegan a diseminar, condensar, dividir, pulverizar y reconstruir. Las obsesiones de ambas artes en su variante chilena son sin embargo curiosamente las mismas. Para bien, en muchos casos, para mal en otros, el cine y la narrativa chilena del siglo XXI parece saltarse a Donoso, Edwards, Ruiz o Littín para volver a un criollismo anterior al boom y el nuevo cine. Un criollismo nacido no de la lectura de Mariano Latorre o Eduardo Barrios sino del cine arte belga, tailandés o finlandés. La apertura hacia el mundo que proclamaban los escritores de los 50 y los 60, en los 2.000 nos ha hecho volver hacia nosotros mismos, lo único que podemos venderle al mundo.
Un camino muy largo y torcido que tiene justamente la gracia de ese desvío para volver a descubrir lo que estaba más que descubierto, la obsesión por contar desde la escasez, el silencio, la pobreza espiritual, y no el campo, los suburbios, las voces que susurran en la cocina, el frío que congela de hambre al obrero, la mujer que carga la culpa de serlo en oscuros laberintos de una provincia que nos persigue hasta Santiago o Nashville. Adolescentes serios como adultos, adultos atormentados como adolescentes. Historias sin escape de seres mínimos que tienen derecho a dos o tres momentos de epifanía. Cine narrativo de momentos, de escenas muchas veces inolvidables, engrasado en guiones que no tienen ni la incoherencia, ni la ambición de muchas películas y novelas chilenas de comienzo de los 90, ni la demagogia y la dejación de éstas a comienzos de los años 2.000, pero al que quizás le hace falta esto mismo: la desmesura, la locura, la vitalidad con que el Raúl Ruiz de su época chilena lograba no contar nada muy preciso a través no del silencio sino del diálogo infinito, la exploración no de la incomunicación sino de la inflación verbal llena de gente que toma, teoriza, miente, aparece y desaparece al ritmo de una vitalidad hoy más prohibida, o más riesgosa, hoy más nueva que nunca.
Mientras un helicóptero sobrevolaba Valdivia y los estudiantes le peleaban a los carabineros el acceso al puente, me era imposible no pensar en esa falta tan visible de conflicto que es la marca de fábrica del arte de contar chileno. No hay malos, o si los hay son ridículos. No hay buenos tampoco, víctimas sí, torpes también. Los pobres interactúan poco o nada con los ricos, los dos encerrados en planos distintos de la realidad. El paisaje físico a comienzos de los años noventa, la época de La Frontera, Archipiélagos, La ciudad anterior y Santiago cero , ha sido reemplazado por el paisaje social, en "La Nana", "Machuca", o "Huacho". Personajes pero ante todo categorías sociales, alegoría en nuestro mundo mental que quizás está condenado a ser más platónico que aristotélico.
Las películas y las novelas chilenas, con todas las excepciones del caso, cuentan generalmente el camino de una conciencia, el cumplimiento de un destino, no la pelea contra otras conciencias, no el diálogo con otros que quieren sentarse en la misma silla que tú. Muchos profesores de guión extranjeros, no pocos talleristas literarios, han intentado durante décadas entregar fórmulas para dotar de "Plot" y desenlaces al cine y la novela chilenos. La mayoría de las veces han dejado detrás de sí una estela de productos híbridos y vacíos que son la mala copia de alguna película gringa. Quizás el camino sea otro intermedio, no complacernos en la falta de conflicto, no inventarse unos artificiales, sino averiguar de qué está hecho el miedo con que evitamos contar las peleas que nos constituyen. Antes de calcar diálogos de películas americanas o taiwanesas, antes de transcribir, quizás sería importante preguntarnos por qué preferimos pensar que hablamos poco cuando en verdad hablamos mucho, por qué nos gusta pensar que hablamos lento cuando lo hacemos a la velocidad del rayo. Sospecho que algunas de las respuestas tienen que ver con ese helicóptero, esos policías, esos encapuchados que juegan a tomar o a defender el puente sobre el Calle Calle.

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