Artículo correspondiente al número 311 (21 de octubre al 3 de noviembre de 2011)REVISTA CAPITAL
Piñera subestimó una herramienta política tremendamente relevante. Y al hacerlo, debilitó su conducción. Por Cristóbal Bellolio.
Durante la campaña presidencial, el entonces candidato Sebastián Piñera tuvo que aguantar una procesión de analistas e intelectuales que enfatizaban la importancia de contar con un “relato” de gobierno que trascendiera al mero perfeccionamiento de la gestión pública. Digo que tuvo que aguantar porque nunca se compró mucho esa necesidad. Para Piñera, educado en el rigor de los números y los balances, esta obsesión por el “relato” obedecía más bien a la deformación profesional de asesores esotéricos, metafísicos y buenos para la paja molida. Por lo anterior, no les prestó oreja y siguió adelante con el plan señalado: convencer a los chilenos de que el país requería menos ideas abstractas y mejor trabajo en terreno. Que lo que le faltaba a Chile era una “nueva forma de gobernar”. (sigue...)
Hace un par de semanas el propio Piñera, esta vez como presidente, recibió en La Moneda al parlamentario y académico británico Jesse Norman. Se trata nada menos que de uno de los ideólogos de “relato” del gobierno de David Cameron, autor de The big society, obra calificada como la piedra angular del nuevo conservadurismo del Reino Unido. Por supuesto, no estuve presente en dicho encuentro e ignoro qué consejos pudo haber recibido el presidente chileno de boca del señor Norman. Sin embargo tuve la oportunidad de conocerlo y escucharlo el día anterior en una actividad organizada por la Escuela de Gobierno de la Universidad Adolfo Ibáñez. En la ocasión, lo interrogué directamente acerca de la importancia que, a su juicio, revestía para un gobierno –independiente de su color político– el contar con un relato articulador o narrativa central. La respuesta no dio espacio a dudas: lo consideraba fundamental. Asumo que le dijo lo mismo al presidente unas horas después.
Mi tesis es que Piñera subestimó una herramienta política tremendamente relevante. Y al hacerlo, debilitó su conducción. Las razones son las siguientes.
La primera es estratégica. Un eje semántico al cual apegarse ordena la agenda. Si la bandera es, por ejemplo, reducir la desigualdad, todas las batallas se articulan en función de dicha bandera. Todas las propuestas políticas salidas del Ejecutivo van con el sello “reducir la desigualdad” y la opinión pública entiende que la evaluación depende del cumplimiento de ese objetivo. En el caso del actual gobierno, la dispersión ha sido constante. Un día es la sociedad de las oportunidades, al otro día la sociedad de las seguridades y una semana después la sociedad de los valores. Al mes siguiente son siete ejes y al rato tres transformaciones. La dispersión facilita la pérdida del control de la agenda.
La segunda razón es interna. Tal como los jugadores de un equipo de fútbol saben a qué atenerse cuando el planteamiento táctico es conocido, un relato orientador de la gestión de gobierno funciona como la brújula que ordena todos los esfuerzos hacia un mismo norte. Sean del partido político que sean, de la repartición que sean o del nivel que sean, los funcionarios de gobierno juegan con un libreto que establece prioridades y administra contingencias desde una idea central. Más aún, si el Presidente no es capaz de contagiar a sus huestes de mística y sentido colectivo, un relato atractivo y compartido por los miembros de un gobierno puede suplir esa carencia.
En tercer lugar, un relato sustantivo –es decir, uno que conecte con ideales políticos y no sólo con mejoras en la administración– promueve una serie de discusiones intelectuales de las cuales el gobierno puede sacar provecho. Una vez instalado en el debate público, el relato es defendido por algunos y criticado por otros, pero en ese proceso crece y adquiere vida propia. Hasta las teorías extravagantes merecen discusión. Una discusión, por lo demás, que no termina en el primer ni en el segundo año de gobierno. Ya que se trata de ideas relativamente abstractas, no es fácil tampoco desecharlas a la primera, lo que le ha ocurrido al gobierno de Piñera cada vez que se denuncia la lentitud del proceso de reconstrucción o las fallas en los hospitales públicos; si la promesa era excelencia y sentido de urgencia, es procedente su cobro en cualquier momento.
Finalmente, contar con una idea fuerza capaz de proyectarse en las labores más relevantes de un gobierno le permite al oficialismo elegir la asociación simbólica que le sea más favorable. En otras palabras, no tiene que aceptar el calificativo que le ponga el rival. Así por ejemplo, si somos el gobierno de la clase media –y situamos el eje en la igualdad de oportunidades– dejamos de ser el gobierno de los empresarios o de los trabajadores. Pero ello implica también convocar un gabinete que represente a dicha clase media. Si el eje está totalmente volcado a la superación de la pobreza, lo mismo. Cuando esto se hace en forma coherente, la oposición ya no sólo ataca al oficialismo sino a todo lo que el oficialismo representa. Hoy, en cambio, pegarle a Piñera es gratis: son pocos los que tienen en alta estima a los grandes empresarios.
Entendería si todo esto le resulta al lector inasible, etéreo y, una vez más, paja molida. El presidente Piñera estaría de acuerdo con usted. Pero en tiempos en los cuales la aprobación o desaprobación depende tanto de la habilidad política y comunicacional de los actores, ignorar estos consejos puede ser una mala idea. Jesse Norman le diría lo mismo.
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