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Cronistas de la crónica

Cronistas de la crónica
por Jorge Edwards
Diario La Segunda, Viernes 28 de Octubre de 2011
http://blogs.lasegunda.com/redaccion/2011/10/28/cronistas-de-la-cronica.asp
Me dieron el premio español de crónica González Ruano y me he puesto a indagar, entre otras cosas, quién era este cronista. Mi primera conclusión es que hubo, entre los años treinta y los cincuenta y sesenta del siglo pasado, una rica corriente de articulistas, ensayistas, críticos diversos, hoy día casi desconocidos, pero que forman parte de nuestra historia, y no sólo de la literaria: gente como Ventura García Calderón, Alfonso Reyes, Julio Camba, César González Ruano y un bastante largo etcétera. En el «etcétera» deberían figurar en lugares destacados nuestro Joaquín Edwards Bello, Hernán Díaz Arrieta, Ricardo Latcham y muchos otros. Supe, además, que el premio era bastante antiguo, que ya tiene más de tres décadas, y que algunos de mis antecesores cercanos son J.J. Armas Marcelo y el novelista mexicano Carlos Fuentes. Pues bien, encuentro al día siguiente de la ceremonia de Madrid un libro de Fernando Iwasaki, Nabokovia peruviana, y veo que por sus páginas desfila una rica selección de retratos y citas de articulistas de aquellos años. Todos practicaban una forma de vida y una forma de escritura especiales. Cultivaban una actitud muy propia de ese tiempo. Eran impacientes, agresivos, imaginativos, burlones. Salvo que haya un alcance de nombres que desconozco, González Ruano era un peruano que vivió en el París de la post Segunda Guerra Mundial y desembarcó después en el Madrid de los primeros años del franquismo. Era más bien desdeñoso de lo hispanoamericano, afrancesado hasta la médula, y en su etapa final más o menos hispanista. Entre sus conocidos chilenos, le salvaba la vida a Augusto D’Halmar y más bien maltrataba a Gabriela Mistral y a Vicente Huidobro. Sus epítetos para definir a los escritores de su tiempo son ingeniosos, además de extravagantes. Escribía que Gómez Carrillo era “un tigre cansado” y a Gabriela Mistral la definía, con una buena dosis de mala leche, como “sacerdote indio hinchado”. Sus epítetos, que Iwasaki describe como “casi homéricos”, demuestran racismo, prejuicios de todo orden, además de agudeza. Vargas Vila, novelista de moda, admirado por la joven Gabriela Mistral, era un “D’Annunzio para negros”, y el poeta César Vallejo “un raro producto entre Beethoven y Juan Belmonte”. El escritor Felipe Sassone, a quien también desconocemos, era, según González Ruano, “achulado y dandy”, y Vicente Huidobro era “el que trajo las gallinas”. ¿Qué serían esas gallinas que trajo el maestro de Altazor? Los cronistas de los años cuarenta hacían crónicas de la crónica: disparaban con gracia, y a veces entraban en verdaderos procesos de demolición literaria. Supongo que Vicente Huidobro, burlón, irreverente, movedizo, hijo de padres ricos, molestaba mucho. En cuanto a Ventura García Calderón, era hijo de un presidente del Perú y se movía en París como pez en el agua. Es decir, estaba condenado a todas las guillotinas de tinta y de papel que existían entonces.
Ser escritor en lengua española nunca ha sido fácil, pero es un destino que se puede asumir con sentido del humor, con afición auténtica, para no hablar en forma engolada, y con una buena dosis de indiferencia. José Donoso recibía un alfilerazo de cuando en cuando y me llamaba por teléfono, desesperado. No hay que desesperarse, le respondía. Piensa en el placer superior de leer a Henry James, de leer Anna Karenina, y quédate tranquilo.
Frente a una audiencia atenta, donde había empresarios, políticos, periodistas, uno que otro escritor, decidí hacer una explicación personal de la crónica, una especie de poética del género. La crónica, a mi juicio, para salir redonda, ágil, incisiva, no debe tener demasiados temas. En lo posible, un solo tema y un par de variaciones. En seguida, la enorme libertad de la crónica consiste en que cualquier tema es bueno: la elección está siempre abierta, y a menudo se produce en el último instante, frente a la página o a la pantalla en blanco. Creo que fue Hemingway el que dijo que una novela podía ganar por puntos, pero que un cuento está obligado a ganar por knock out. Y una crónica, podríamos agregar. Hay algunas que revolotean, se acercan, pero no dan en el blanco.
He tenido diversos maestros en el arte de la crónica: el brasileño Machado de Assis, algunos de los españoles de la generación del 98, mi amigo Rubem Braga. Braga hizo la crónica de un personaje que camina por las calles de Copacabana, distraído, sin rumbo, y se pone a seguir a una mariposa amarilla. En portugués es una “borboleta amarela”. La posibilidad de escribir sobre una mariposa me dio la de escribir sobre un gato. José Donoso, precisamente, a quien acabo de mencionar un poco más arriba, le regaló a mi hija Ximena, hace ya largos años, una gata persa a la que había bautizado como Misha, en honor al príncipe Mishkin de Dostoievski. Pepe era literario en todo, pero sabía poco ruso, y pienso que Misha es un diminutivo masculino, algo así como Miguelito, nombre no adecuado para una gata. Pepe, además, había calificado el regalo: le había dicho a Ximena que tener un gato en la casa me “humanizaría”. Me reí, acepté a la gata, que tenía una mirada bonita, y viajé con ella y con toda la familia a Chile. Ya instalado en Santiago, escribía en una mesa grande, a mano, con un alto de papeles en blanco a mi izquierda. Pues bien, Misha se sentaba en los papeles y me creaba alguna dificultad para retirar cada hoja. El movimiento imprimía un ritmo en la escritura y no me disgustaba. Al cabo de diez o quince minutos, la gata ronroneaba y ese ronroneo se convertía en un motor, un impulso, algo que ayudaba a seguir. Salía de la casa, regresaba dos horas más tarde y la gata me esperaba al otro lado de la puerta. Supe que se había muerto mientras me encontraba de viaje. Estaba preparado para desarrollar un tema y cambié de tema sobre la marcha. Mi crónica sobre Misha, que apareció en la revista Paula de hace alrededor de treinta años, es una de las mías que ha provocado más reacciones de lectura. Entre gente aficionada a los gatos, supongo. No pretendo compararla con A borboleta amarela, de mi amigo Braga, pero creo que pertenece a esa especie literaria. Y eso me deja tranquilo.

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