Domingo 23 de Octubre de 2011
Esta semana, un grupo de personas -a las que se les ha dejado creer que la verdad está de su lado y que ella justifica todos los furores- ocupó un edificio del Senado, interrumpió una sesión y amenazó a un ministro.
En vez de ordenar el desalojo o siquiera censurar su actitud, el senador Girardi trató de contemporizar, cedió a algunas de sus demandas y les aseguró que no los desalojaría. Y para concluir -e imaginando que grababa el plinto de una estatua suya- dijo:
Mientras yo sea presidente del Senado -en este momento respiró hondo-, la policía no ingresará a este lugar, porque este lugar es de los ciudadanos.
Tal cual.
¿Actuó bien Girardi?
No cabe dudas: actuó mal. Lo que dijo es, además, una perfecta tontería.
Es verdad que el Senado es de los ciudadanos; pero de ahí no se sigue que deba permitirse que un grupo irrumpa en él, amenace a los que allí se encuentran y trate de coaccionar a favor de una decisión a quienes, precisamente por mandato de los ciudadanos, deliberan en torno a los asuntos públicos. Todas las instituciones -incluido el Senado- son de los ciudadanos; pero ellos se las han dado justamente para no resolver sus conflictos y sus discrepancias a las patadas, a los empujones y a los gritos. En otras palabras, el Senado y las otras instituciones de la democracia -porque de eso se trata: de democracia, defectuosa y todo, pero democracia- existen para que sea la razón y no los gritos, la paciencia y no los furores, el número de voluntades y no la fuerza, la voluntad del pueblo y no la de los grupos vociferantes, la que nos gobierne.
El ciudadano no es el que convencido de la justicia de lo que quiere se muestra dispuesto a coaccionar para alcanzarla, sino quien se dispone a convencer mediante el diálogo y la presión pacífica. Un santón ecológico puede abrazar fines justos y ser un mal ciudadano. Un egoísta que respeta las reglas puede, en cambio, ser un buen ciudadano.
La virtud ciudadana, en suma, deriva del tipo de medios que cada uno usa y no de los objetivos finales que persigue.
¿Es mucho pedir que quien hace de presidente del Senado maneje esas sencillas ideas?
Girardi -y hoy día casi todos- parece creer que basta la justicia de los fines que se persigue para que se pueda vociferar, patear, arrojar monedas y exigir se admitan las propias demandas. Pero el principio de la democracia es justamente el opuesto: usted puede estar convencido de la justicia de lo que cree y anhela, pero la democracia lo obliga a no interrumpir de esa manera el diálogo público.
¿Adónde llegaríamos si cada grupo -los estudiantes hoy, los grupos pro vida mañana, las minorías sexuales pasado, las iglesias después- se siente con derecho a promover sus intereses, ya no mediante huelgas, sino ahora mediante actos coactivos directos, sobre las instituciones públicas, los senadores, los ministros? ¿Pensó eso Girardi siquiera por un momento?
Pero el caso es todavía más grave.
Guido Girardi es un senador de la república, alguien que administra el Estado. Y ocurre que el Estado es, al final del día, una asociación cuya característica específica es la administración de la fuerza. Declarar, como él lo hizo, que no se está dispuesto por principio a usar de ella es una grave demagogia. Girardi no puede disfrutar las ventajas y privilegios de administrar el Estado -sobran las ocasiones en las que él, sin queja alguna, lo ha hecho- y al menor abucheo comportarse como un líder social espontáneo, un tribuno de la plebe que lanza frases para la galería o imagina frases para el imaginario plinto de una estatua.
Alguna vez Girardi quiso ser candidato presidencial. Variados tropiezos -desde el envío de cartas proselitistas con fondos públicos a una mala rendición de cuentas- se lo impidieron.
Renunciar al uso de la fuerza estatal le cerró ahora esa posibilidad para siempre. ¿Cómo podría conducir el monopolio de la fuerza alguien que por principio se rehúsa a emplearla?
No hay caso, senador: no se puede vivir del aparato estatal y, a la vez, andar por la vida con modales de indignado.
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