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Nacido para ser privado‏

por Leila Guerriero 
Diario El Mercurio, sábado 16 de junio de 2012


La mujer es periodista, y estaba a punto de escribir sobre otra cosa. Estaba a punto de escribir acerca de algo que últimamente la obsesiona: los procesos creativos. Ha leído, hace meses, una frase de Paul Auster en una entrevista de la revista argentina Ñ, en la que el escritor norteamericano decía: "Alguien se convierte en artista, particularmente en escritor, porque no está del todo integrado. Algo está mal entre nosotros, sufrimos por algo, es como si el mundo no fuera suficiente, entonces sentís que tenés que crear cosas e incorporarlas al mundo. Una persona saludable estaría contenta con tomar la vida como viene y disfrutar la belleza de estar vivo. No se tiene que preocupar por crear nada. Otros, como yo, estamos atormentados, tenemos una enfermedad, y la única manera de soportarla es haciendo arte". De alguna forma retorcida y feroz la mujer no ha podido dejar de pensar en eso, y estaba dispuesta a escribir sobre el tema cuando sucedió otra cosa. Fue después de un encuentro con un grupo de periodistas, una clase y/o conversación acerca del oficio durante la que muchos colegas preguntaron con curiosidad, opinaron con ingenio, cuestionaron con ímpetu e hicieron, cómo no, preguntas relacionadas con la ética: si hay que escribir teniendo en cuenta el impacto que eso pudiera tener en el entrevistado; si hay que proteger a los entrevistados de sus propias palabras. Las respuestas de la mujer a todas esas cosas fueron, como siempre, diversas versiones de lo mismo: que nadie es un ser escindido -periodista por un lado, persona por otro- y que, entonces, no sólo no hay reglas fijas que puedan aplicarse idénticas en todos los casos, sino que cada uno llevará a las arenas del oficio sus convicciones y sus miserias privadas. Para plantear un cierre ordenado, hacia el final del encuentro la mujer leyó un texto informal acerca de algunas cosas que convendría tener en cuenta a la hora de abordar los temas, investigarlos y escribirlos, con la única intención de organizar el proceso, identificar riesgos posibles y señalar problemas recurrentes, aclarando que no se trataba de un manual de uso, sino de una suerte de punteo más o menos desprolijo pero basado en la práctica y pergeñado a lo largo de años. Al terminar la lectura, algunos de los periodistas preguntaron si la mujer podría enviarles el texto por correo, pero la mujer respondió que no porque, justamente, no se trataba de congelar esa serie de frases en una regla fija, sino de alentar a que cada uno buscara su método, y el hecho de darle a eso el estatus de guía práctica podía hacer sentir, a quien no pudiera seguirla, un inútil. "Cada uno -dijo la mujer- debe encontrar su manera. Yo sólo puedo contarles cómo lo hago yo". El encuentro terminó y todos contentos.
Días más tarde la mujer recibió el correo de una colega que, desde España, la felicitaba por "los consejos para periodistas" que la había visto leer en un video disponible en la web. La mujer no entendió, pero, curiosa, hizo click en el link que le enviaba la colega. Y, clickeado que hubo, se vio a sí misma leyendo aquella lista informal en aquel encuentro ante todos aquellos periodistas. Alguien había estado en esa sala, había escuchado la lectura, había presenciado los argumentos por los cuales la mujer se había negado a difundirla, había grabado todo subrepticiamente y lo había subido a la web. Y ese alguien había sido un periodista: la única clase de gente que había estado allí. Siempre -siempre- se llevarán a las arenas del oficio el ramillete de convicciones y miserias privadas.
Que los conceptos de lo público y lo privado están cambiando en esta era, no es un secreto a voces: es una evidencia. Pero si un cocinero o un taxista pueden vivir más o menos despreocupados del asunto, el tal asunto es parte esencial de la herramienta de un periodista. Primum non nocere, "lo primero es no dañar", les dicen en sus primeras clases a los estudiantes de Medicina, una idea que podría parecer una perogrullada, pero que es una bomba de mil megatones de sentido común. Primero, entonces, no dañar: no hacer público lo que ha nacido para ser privado.
Después de ver el video, la mujer se dijo que si un periodista era capaz de hacer eso con un tema de tan poca relevancia pública -una conversación entre colegas-, ¿qué no sería capaz de hacer apenas encontrara un tema más jugoso y qué cosas no se ahorraría con tal de mostrar esos jugos al mundo?
Hay una película de 1977, dirigida por Ingmar Bergman y llamada El huevo de la serpiente. La película funciona, en verdad, como metáfora de la aparición del nazismo en Alemania. La cáscara del huevo de una víbora es transparente, de modo que cualquiera puede ver el embrión inofensivo creciendo a través. El nazismo, dice Bergman, estuvo allí todo el tiempo, creciendo, alimentándose, y, cuando al fin salió del huevo y se tragó vivo al mundo occidental, ya era tarde. Todos lo vieron, nadie hizo nada con él. Desde hace tiempo la mujer ya no piensa en los procesos creativos ni en Paul Auster, sino, obsesivamente, en eso. En eso

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