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Chilenos internacionales



por Jorge Edwards
Diario La Segunda, Viernes 22 de Junio de 2012   

No sé si alguien se acuerda en Chile de Edmond Rostand, el autor de Cyrano de Bergerac, de Chantecler, de otras obras de éxito mundial en su época, en las primeras décadas del siglo XX. Un amigo francés, persona de cultura, me comenta que los versos de Rostand estaban muy bien cortados, que su lenguaje, a pesar de la retórica, de cierta hinchazón, de numerosos tics, era interesante. A veces nos cansamos de una escritura y después, con el paso de los años, de las décadas, nos vuelve a interesar. Algunos autores parecen enterrados y resucitan después de medio siglo. Entre nosotros, Alfonso Reyes, Hernán Díaz Arrieta, Ramón del Valle Inclán. ¿O nunca estuvo enterrado Valle Inclán, el manco de las barbas de chivo? En Francia, Anatole France, Pierre Loti, lecturas de mi madre y de mis abuelos. Loti tiene mala prensa en la Francia de hoy, pero de cuando en cuando aparecen partidarios soterrados. Son autores, quizá, que resucitan mejor en el teatro y hasta en el cine que en los libros.
En sus años finales, cansado, tuberculoso, Rostand se retiró a sus regiones de origen, en el país vasco francés. Se hizo construir una casa vasca de enormes dimensiones, de paredes blancas, ventanas rojas, grandes techos de teja, balcones multiplicados, generosos. Al frente creó jardines de bajada, que desembocaban, en la lejanía, en una gran pileta, un espejo de agua. La megalomanía de Rostand se parece bastante a la de Cyrano, el seductor narigón. Entro en un vestíbulo que tiene la altura de la casa, paso a una sala de un costado y me encuentro con personajes de teatro que vuelan encima de los balconcillos. Son los mascarones de proa de Neruda, pero en función de obras teatrales. El comedor no es menos teatral, con una chimenea que es una especie de capricho, una fantasía libre, y me acerco en seguida al misterio de los dormitorios. El de Rosamonde, la bella musa, cuyos retratos de las repisas, de las estanterías, son extraordinarios, es un espacio romántico, lleno de ventanas bajas que dan a un paisaje boscoso, de vitrinas con trajes. Ahora bien, no sé por qué razón, los trajes son uniformes académicos de Edmond y no vestidos de baile de la deslumbrante musa. Y el dormitorio del escritor, por su lado, da la espalda al resto de la casa y sólo tiene vista a los jardines del frente por la ventanilla del baño. Al baño no se puede entrar, pero divisamos, de lejos, hasta los hisopos y las escobillas de dientes del dramaturgo. Es el culto de la personalidad, multiplicado por el culto de sí mismo. La pequeña historia cuenta que Rosamonde se fue de esa casa porque no le probaba bien el clima. Pero los objetos, las fotografías, las abundantes esculturas, sugieren otra cosa: que Rosamonde se fue porque el ego de Edmond era excesivo, agobiador, y sobre todo fuera de París y de sus distracciones, con vistas a montes y bosques solitarios.
Es una noche de fiesta en los jardines rostandianos, en Cambo-les-bains, pero empieza a caer la lluvia y los champañas de la celebración nupcial reciben un bautizo de agua. Las luces de velas alrededor de la pileta parpadean y los invitados bailan valses vieneses y salsas latinoamericanas. No faltan chilenos extraviados en el país vasco y uno que otro argentino errante. En la mañana me había parecido ver a un chileno que conozco a la orilla de la playa principal de Biarritz, la del orgulloso Hotel del Palacio, construido por el emperador Napoleón III para Eugenia de Montijo. Se nota que en aquellos años no había tribunales de cuentas, que la idea de una Contraloría General no había despuntado. El chileno, a todo esto, de impecable tenida playera, habla por su teléfono celular, a gritos, y gesticula como un malo de la cabeza.
En Biarritz, en los años de entre las dos guerras mundiales, hubo una chilena notable, la señora Eugenia Huici de Errázuriz, Madame Errázuriz para los franceses. Tuvo una casa en el lugar y uno de sus invitados frecuentes era el joven Pablo Picasso. Hay una foto en la que está tendida en una silla de lona junto al también joven Igor Strawinsky, que en aquellos años componía música para Diaghilev y los Ballets Rusos. Historias sorprendentes, de dimensiones amplias, que a menudo irritan a mis coterráneos. Ellos necesitan medidas menores, visiones más delimitadas. En un país tan lleno de calles y monumentos inútiles, yo levantaría una estatua de Madame Errázuriz. Viña del Mar no sería un mal sitio. Cuando los ricos chilenos compraban cuadros sombríos, de pintores mediocres, ella coleccionaba la pintura de Picasso, se rodeaba de gente como Strawinsky, Nijinsky, Blaise Cendrars, y celebraba en su casa de París los estrenos de obras de ballet como El pájaro de fuego o Parade. Conviene, como forma de pedagogía, honrar a las chilenas y los chilenos que tuvieron sensibilidad, mirada fresca, talentos superiores, aunque nunca hayan sido ministros, o precisamente por eso.
En mi juventud observé a una señora que salía de una casona de Viña del Mar donde había un remate de muebles y de pintura. Tenía una gargantilla de seda, un camafeo, una cabeza bonita y enteramente blanca. Me explicaron, muy a la chilena, que era “doña Eugenia Huici”, y me demoré más de cincuenta años en saber quién era. Pero es mejor tarde que nunca.

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