Diario El Mercurio, Revista Ya, Lunes 25 de Junio de 2012
http://blogs.elmercurio.com/ya/2012/06/25/me-temo-que-soy-una-pesima-ele.asp
Son las tres de la madrugada y acabo de llegar a mi hotel. Parado en la ventana de mi habitación, en un piso 30, en pleno Times Square, veo un letrero gigante que promociona el musical de El Hombre Araña en un teatro de Broadway. Una sensación de vértigo se apodera de mí mientras apoyo la frente en el ventanal y veo hacia abajo: los transeúntes pequeñitos desplazándose como insectos, los avisos luminosos, la agradable certeza de que no caeré al vacío. En el bolsillo tengo una tarjeta que dice: "Si algún día pasas por Londres no dejes de llamarme" y un número de teléfono escrito con caligrafía femenina.
Hace varias horas, cuando la noche recién caía, figuraba en un cóctel en un local con una hermosa vista del río Hudson, junto a mucha gente relacionada -de una u otra forma- con mi trabajo. Como era de esperar en eventos de este tipo, todos aparentábamos ser más exitosos de lo que realmente somos, buscando la forma más eficaz de provocar la envidia de nuestro interlocutor. La chica que me dio la tarjeta estaba sola, bebiendo algo que parecía vodka. Espigada y de rasgos finos, llevaba el cabello muy corto. Cansado de escuchar tantos monólogos colectivos me acerqué a ella y comenzamos a conversar. Le pregunté por qué estaba tan apartada y me dijo que no le gustaban estas fiestas tan de apariencias, y esa claridad mental hizo que me cayera bien de inmediato. Me contó que trabajaba en Londres hace años, aunque había nacido en un pueblo llamado Lowestoft, al oriente de la capital británica. "Como ves, soy una provinciana, quizás por eso me intimidan estos ambientes", complementó, justificando su desinterés por recitar sus logros laborales.
Luego de conversar por un rato y convencidos de que ya no teníamos nada que hacer ahí, decidimos ir a buscar algo más entretenido que hacer en la ciudad. "Es mi primera vez aquí, no conozco casi nada", me confesó mientras salíamos a la calle y la brisa cálida del verano neoyorquino nos golpeaba el rostro. "Yo puedo ser tu lazarillo -le dije-, pero antes necesito hacerte unas cuantas preguntas", a lo que ella respondió subiendo y bajando la cabeza en señal de aceptación, intrigada por la solicitud. Como respondió con un sí a todas mis tontas interrogantes: ¿Tienes hambre? ¿Te provoca un trago? ¿Quieres ir a escuchar jazz?, le propuse enrumbar hacía el West Village. "Te faltó preguntarme algo", me dijo con una expresión socarrona. Yo, sin ánimo de pasarme de listo, había evitado preguntarle si tenía novio, pero me hice el tonto: "¿Qué pregunta olvidé?". "Te faltó preguntarme si me gustaban los chicos", dijo sin inmutarse: "Y la respuesta es no; así es que si tu plan es despertar juntos mañana, me temo que soy una pésima elección. Aunque, si eso no te complica, reconozco que me gustaría mucho salir a dar una vuelta contigo y tomarnos unos tragos", contraatacó con tanta sinceridad que sólo atiné a levantar la mano y parar un taxi a modo de respuesta, dejando claro que no era mi idea ir de conquistador latino en la gran manzana.
Fue así como -dejando de lado la tensión sexual y las dobles intenciones- nos fuimos difuminando en medio de la noche, perdiéndonos en una ciudad ajena, transitando de un lugar a otro sin ruta definida, contándonos nuestra historia desnuda, sin necesidad de agregarle chispas o condimentos que la hagan sonar más interesante de lo que realmente era, asumiendo que las dudas y miedos, las incertidumbres vitales, las preguntas sin respuesta, los planes pendientes, son infinitamente más interesantes que un frío y soberbio recuento de aciertos, y que sólo gracias a nuestros fracasos somos capaces de reconocer y valorar nuestras victorias.
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