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Mujeres que viajan solas Sobredosis india por Paula Escobar Chavarría

Mujeres que viajan solasSobredosis india
por Paula Escobar ChavarríaDiario El Mercurio, Revista del Domingo
10 de Junio de 2012   
http://blogs.elmercurio.com/revistadeldomingo/2012/06/10/sobredosis-india.asp

Nunca olvidaré este olor: humo, fruta semipodrida, incienso, pachulí.
Es la madrugada, tras dos vuelos de trece horas.
Las puertas del aeropuerto de Nueva Delhi se abren y ahí están el cielo gris del amanecer, el ruido de las bocinas, la gente durmiendo frente a fogones, la vaca sagrada suelta, y el chofer del hotel que no aparece.
Después de unos eternos quince minutos pensando si sería muy descabellado tomar un taxi y partir sola -a riesgo de que la crónica ya no fuera de viajes, sino más bien un relato policial-, el conductor aparece, relajado y sonriente, moviendo la cabeza a cada palabra, al estilo indio.
Tocando la bocina cada treinta segundos, parte hacia un hotel cinco estrellas donde dos guardias vestidos de turbante, con traje dorado y rictus elegante custodian la entrada.
Son cerca de las seis de la mañana, pero el calor ya aumenta. También la humedad y el aroma nuevadelhiense.
Con la misma lentitud y sonrisa del chofer, en la recepción del hotel me entregan la llave de mi pieza. Antes, eso sí, me indicaron que ésta pertenece al piso Eva, que es exclusivo para mujeres.
-El ascensor sólo se abre en Eva si tiene la llave. Es para su protección -dijo el Concierge y sonrió-. Para que no pase malos ratos.
Me acordé del colegio de monjas y subí rumbo a Eva.
Antes, tomé un par de manzanas rojas del lobby: perfectas y jugosas, como las de Blancas Nieves.
2
No tomes agua. Ni en la ducha, ni cuando te laves los dientes. No comas nada crudo. Que la comida siempre esté humeante; así se matan las bacterias. No comas en la calle. Olvida las ensaladas y la fruta.
Esos fueron los consejos que me dio un doctor antes de partir, además de una lista de remedios para el estómago. Sin embargo, las manzanas rojas habían sido demasiada tentación y decidí partir mis primeras horas en la India rompiendo las reglas.
A la salida del ascensor del piso Eva había otra puerta, muy parecida a la de un convento, y otra vez el rito de la llave especial. Luego, ya por fin en el dormitorio, las sorpresas siguieron: el timbre tenía una gran pantalla y el ojo mágico de la puerta era un televisor. Un verdadero equipo de alta seguridad el que había adentro del cuarto, que me recordó la película La habitación del pánico, de Jodie Foster. Gruesas cerraduras, timbre electrónico, dobles llaves.
Y las instrucciones:
"No abra la puerta a nadie que no haya sido anunciado desde abajo".
"Las llamadas serán filtradas, para que nadie sepa su número de habitación".
"Mire siempre dos veces antes de abrir la puerta".
En el baño, el rostro de Eva se volvía menos policial y más femenino: sales de baño, limas de uña, removedor de maquillaje, muchas cremas, tés herbales, espejos más grandes y otros productos para mujeres que me reconfortaron.
La habitación era como estar en la casa de un maharajá, lleno de telas pesadas y doradas, muchos adornos, televisores último modelo.
A través de la la ventana podía ver que ya el día había empezado.
Nueva Delhi hervía, bullía, olía y chillaba.
Abrí el diario y un aviso gigante decía: "No alimente a los monos en la calle".
3
Los guías presentan al Red Fort y a otros monumentos importantes contando historias, casi siempre románticas. También usan argumentos del tipo: "Aquí había joyas y preciosas piedras, pero los amigos ingleses se llevaron todo...". Todas las charlas terminan con frases así, rememorando el esplendor perdido. Con un jet lag descomunal parto al tour por el fuerte de tres kilómetros de perímetro, color ladrillo, imponente, decadente también, rodeado de monos en los árboles aledaños. Voy con un vestido negro bajo la rodilla, pero olvido que también debiera ir con los brazos tapados. Delante de mí, una hindú muestra la piel completa de su cintura que el sari multicolor no tapa, pero eso no importa. Mis brazos, sí.
En la noche, me invitan a comer a la casa de unos chilenos que llevan mucho tiempo en Nueva Delhi. La anfitriona contará entonces -al son de un pisco sour hecho en casa- que su misión es que él no se enferme y pueda trabajar. Que hay poco más que ella pueda hacer, porque no puede manejar, por ejemplo.
-Es imposible. El tráfico es infernal y si llego a atropellar a una vaca, me matan a palos.
Su vida, entonces, era con chofer, y con muchas precauciones cotidianas. Al final le pregunto si es peligroso viajar sola a otros lugares de la India. Ahí me cuenta la historia de una joven amiga de su hija que tomó el tren para ir a una ciudad cercana, pues quería vivir una experiencia real y no sólo turística. A la salida de la estación de trenes eligió un taxi que le pareció confiable. Pero cuando llevaba una hora y media de recorrido, y estaban claramente metidos en un barrio marginal y notoriamente peligroso, ya era demasiado tarde para gritar.
Llegaron a un lugar oscuro y sin gente donde sólo pudo distinguir un fogón rodeado por un grupo de hombres a los que el taxista pretendía entregarla.
Desesperada, sólo atinó a ofrecerle más dinero al taxista para que se diera media vuelta y partiera.
Fue una buena estrategia.
Los tipos quedaron gritando, indignados, y ella volvió a la estación de trenes.
Llegó llorando a la casa, sin querer hablar. No salió de nuevo hasta que terminó su viaje.
4
Partir a Agra a ver el Taj Mahal es obligatorio. El problema en la India, ya me lo habían advertido, es que todas esas maravillas están repartidas a cientos de kilómetros de distancia unas de otras, por carreteras en pésimo estado donde los hoyos y los monos hacen que los tiempos de viaje se quintupliquen. Y así es: cinco horas para una distancia que es como de Santiago a Viña, y por fin llego al Taj Mahal. Un monumento al amor. El emperador Shah Jahan, mostrando que los sentimientos por su mujer -conocida como Mumtaz Mahal, "joya del palacio"- eran eternos, quiso reflejar esa intensidad en una obra que se viera desde cualquier punto y que durara para siempre. Y lo logró. Una maravilla así es imposible de destruir.
Entrar es todo un trámite. Largas fila, miles de turistas con su uniforme de bermudas beige, poleras blancas, zapatos de trekking y agua en la mano, además de niños que cobran propina por mostrarlo, guías de todo tipo, y muchas familias de la India que vienen a conocer su propia maravilla. Después de ponerse unos zapatos de papel, para evitar tocar el piso con nuestros zapatos o pies, se puede entrar. Los detalles de construcción son, sin duda, fenomenales, pero lo más impactante es la sensación espacial que se produce al estar aquí. Es claramente como estar fuera del tiempo.
A la salida, en el paseo del jardín, la gente busca sombra contra un calor funesto. Comienzan las fotos.
Un joven me pregunta en un inglés con acento si puede sacarse una foto conmigo. No debe tener más de quince años y está con su familia. Le digo que sí, por supuesto, sin entender mucho.
Diez minutos después estoy tomándome una imagen con cada miembro de su familia, y luego con otras personas que van pasando.
Me siento como esos monos disfrazados de Disney con los que los niños se sacan fotos.
5
Una de las contradicciones y fascinaciones de la India es que, igual como es imposible pedir un café expreso, tiene los campus de tecnología -tipo Silicon Valley- más espectaculares. El de Infosys, en Hyderabad, por ejemplo, es una mezcla de universidad hippie con la NASA. Espacios hipermodernos, bóvedas, piscinas y canchas de golf, además de cuatro chefs para distintas comidas, pero el sol de mediodía hace imposible disfrutar todo esto a alguien en su sano juicio.
Luego de un tour para explicar el gran éxito de los ingenieros indios en el mundo (en parte debido al énfasis que puso el patriarca Nehru en la enseñanza de las matemáticas), y que hace que hoy tengan gran cantidad de trabajos concentrados en este lugar, pero también una gran fuga de cerebros hacia el verdadero Silicon Valley, viene la hora del break.
Té con leche y nata en tazas de porcelana pequeñas, al estilo hindú, capaz de revivir a un muerto. Por la ventana se ve cómo una mujer en sari limpia el jardín. El sol que golpea en su cara y cuello llega a doler. Aunque en India las castas están abolidas, la discriminación existe y esa mujer, me dicen, es una "intocable", la casta inferior.
Una joven ingeniera pasa por la oficina. No tiene más de 25 años y ya ha sacado su maestría. Quiere crear y desarrollar softwares y se nota que sabe que podría hacerlo en cualquier lugar del mundo. Para ella el mundo es muy, muy plano, como diría Tom Friedman. Viste sari y cartera moderna. Su amiga cuenta que se casará pronto.
-¿Cómo conociste a tu novio? ¿Es ingeniero también? -pregunto.
-No, mi familia lo eligió -dice con timidez, pero también con firmeza-. Es lo mejor. Ellos saben lo que es mejor para mí.
6
De vuelta en Delhi, turismo más tradicional. Qutab Minar deja sin aliento. Levantado en 1199, es la torre de piedra más alta de India y una de las construcciones islámicas más sofisticadas de la zona. Familias completas deambulan por este entorno religioso, que tiene los aires de aquello que está poco a poco decayendo. Una mujer musulmana, sólo con los ojos a la vista, camina de la mano de su pequeña hija, de no más de cinco años, en unos preciosos y coloridos saris. En este país, como en pocos, los conflictos religiosos en las grandes ciudades están más bajo control.
En las calles, la imagen de los niños que piden limosna azota. Todos ponen la misma cara, el mismo gesto, y tratan de adivinar el idioma de uno. Una mujer es un imán para estos niños, pero también para los vendedores. Collares, todo tipo de artesanías, falsificaciones. No aceptan un no; insisten hasta que es imposible salir del paso sin comprar algo, pero eso sólo atrae más y más vendedores y niños alrededor.
Entro a un templo hinduista. Me saco los zapatos, una vez más, pero ya no miro el suelo. No se puede sobrevivir aquí si se tiene obsesión con la suciedad. Hay que aceptarla. Hay que aceptar todo.
Como lo que estoy a punto de hacer.
Un monje reza. No entiendo, pero sé que es un rezo y que es para mí. Cierro lo ojos. Me pone en la frente un círculo rojo. Hasta ahí, todo bien. Siento paz o algo parecido. No siento calor, ni sudor, ni mal olor.
Luego revuelve con una cuchara un brebaje que lleva horas en una especie de olla. Le agrega agua bendita, flores, más líquidos. Uno a uno, va pasando la cuchara para bendecir a todos aquellos que estamos ahí.
Llega mi turno.
Todos han tomado de esa cuchara.
Recuerdo los consejos de mi doctor.
Miro la cara del monje.
No queda más que cerrar los ojos y tragar.
Más tarde, una comida picante y vino chileno en un buen restorán. Pollo al curry, mucho pan naan, arroz con flores, espinaca guisada. Y vuelvo a mi piso Eva en busca de un Alka-Seltzer.
Encuentro una curiosa invitación encima de mi cama: todas las "evas" tenemos un cóctel a las 6 del día siguiente, donde podremos compartir una copa o un té. Las habitantes de este internado 5 estrellas tendremos ocasión de conocernos. Esta iniciativa ha sido un éxito: "Antes, las mujeres que viajaban solas eran pocas y se veían rara vez. En ese momento pensamos lo de los Eva rooms, pero la respuesta de parte de las mujeres fue tan importante que creamos todo un piso para ellas", dice una ejecutiva de Sheraton.
Pienso que antes me habría reído de la invitación antediluviana.
Diez días después de esta sobredosis de India que he vivido, acepto encantada.

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