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La Historia del Aburrimiento...‏



Columna Pista Resbaladiza
Treinta Años de Olvido
por Roberto Merino *
Diario Las Últimas Noticias
Lunes 4 de Junio de 2012

Si veinte años no es nada,
según el famoso tango tan citado,
súbitamente da la impresión
de que treinta años es todavía menos.

Por cierto: entre 1982 
pareciera haber sólo un paso 
o una leve distracción temporal,
pero entre ambos media
un plazo suficiente para envejecer.

A veces uno se siente 
como esos tipos con fisuras cerebrales 
a quienes se les detuvo el tiempo
y viven plegados en un presente pretérito,
si cabe la expresión.

En fin, sé que es ridículo mi asombro:
qué más decir, lo mismo, son treinta años
desde esos días exhalados como la juventud,
un saco de años, más de un cuarto de siglo,
el lapso de una vida entera.

1982 fue un año inespecífico y aburrido,
si uno atiende estrictamente a los hechos externos.

Quizás lo más espectacular, 
en estos términos,
fueron los temporales, 
las lluvias y las inundaciones:
el Mapocho "se salió de madre" 
-como se decía por entonces-
y retomó sus viejos cauces,
cubriendo la Alameda y el Parque Forestal.

La gente se agolpaba en los puentes
para apreciar el impresionante paso del agua,
que hacía temblar el suelo.

El Mundial de Fútbol, 
en lo que se refiere a la participación chilena,
fue un asco, corolario de una campaña
de insistente chovinismo y de soberbia.

Vivíamos sin cable, ni internet ni nada.
Algunas personas tenían películas Betamax
y otras cuantas disponían del lentísimo
y abstracto juego llamado Pong.

Los inclinados a los juegos electrónicos
debían salir de sus casas para ejercer
su afición en alguno de los Delta de Apoquindo,
o bien en "los bajos del York" del Paseo Ahumada.

Cuánto aburrimiento en verdad 
viene asociado a la memoria de esos días.

Nadie ha hecho la historia del aburrimiento en Chile,
particularmente del tedio en la época de la dictatura.

Recuerdo haber visto a unos turistas extranjeros
en la Alameda el atardecer de un día feriado:
reclinados contra una ventana, resoplando,
entregados con impotencia
a una lata profunda y extensa.

Nos entreteníamos con poco:
con los crímenes de las páginas policiales,
con pelambres, con lecturas, con teleseries.

En las noches de Vitacura, cerca de la Portada,
se escuchaban ronceadas de autos
y cierto griterío gregario nocturno,
nada más que una provinciana 
inflamación de entusiasmo.

En Bellavista 
había dos o tres boliches insomnes
y campeaba por las noches 
el rugido de los leones del zoológico.

En Lastarria se abría recién
la Plaza del Mulato
y lo que se daba en las inmediaciones
era más bien las fuentes de soda:
el Apetito, el Diablito.

Si me preguntan qué Santiago prefiero,
me atrevería a decir que el de hoy.

En 1982 no había habido todavía 
boom inmobiliario y llevábamos
harto tiempo sin terremotos,
de modo que que se mantenía
algo de la ciudad antigua,
pero abundaban los sitios eriazos
tristemente tapiados.
Se notaba pobreza.

En la Alameda prosperaban,
uno junto a otro, 
unos feísimos puestos
de lata anaranjados
donde se vendían baratijas.

Lo peor 
eran los pósters de cantantes, 
impresos con mala voluntad,
rostros sonrientes de dientes blancos
rodeados de celestes y amarillos pálidos
como auras o apariciones.
___________

El autor de este artículo tenía 
unos veinte años por aquel entonces...

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