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Edwards, Jorge Estatuas y personas



No toleramos la historia, la verdadera. No admitimos los matices, la sombra, la duda. El ex presidente Aylwin, a sus 93 años, habla de Salvador Allende, del general Pinochet, de algunos otros. La mitad de la gente se escandaliza, otros fingen escandalizarse, otros sostienen, con la mayor seriedad, que dijo lo que dijo por cálculo, para producir tal o cual efecto. ¿Podemos sostener en forma verosímil, razonable, que un ex gobernante, un hombre de cultura política y jurídica, hable en sus años avanzados para favorecer una corriente determinada, para perjudicar a otra? ¿Y si habla, simplemente, por respeto a la verdad, por dar una versión honesta de fenómenos y personajes que conoció de cerca, desde puntos de observación privilegiados?
El año próximo se cumplirán cuarenta años desde la muerte de Salvador Allende. Es decir, el ex presidente Allende habrá ingresado a la historia desde hace rato. ¿No habrá llegado el momento de tolerar verdades sobre el personaje, aunque sean verdades personales, parciales, sometidas a la crítica más amplia? He conocido a muchas personas que entregan en privado una visión del personaje, con sus defectos y virtudes, con luces y sombras, y que nos dan una versión enteramente diferente en público. Me pregunto si cuatro décadas no son suficientes para entrar en un análisis realista, desprejuiciado, que no sólo sirva para hacer una apología, para mantener a la persona en calidad de estatua, sino también para entender, para observar los procesos históricos en su movimiento, en su contradicción, en sus perfiles variados. Trabajo junto a una ventana y diviso la cúpula donde está enterrado Napoleón Bonaparte. Cúpula dorada, monumental, impresionante. Pero abro un libro, en seguida, y empiezo a descubrir detalles. Napoleón era rápido, enérgico, capaz de largas horas de estudio, insomne, aunque capaz de dormir siestas breves en medio de una batalla, mal educado con casi todo el mundo, y sobre todo con las señoras, en algunos casos directamente grosero. La historia convierte las estatuas ecuestres, los arcos de triunfo, los monumentos recordatorios, en personajes de carne y hueso.
Guardando las distancias, Patricio Aylwin, desde su casa del barrio de Providencia, cometió el crimen de bajar a Salvador Allende de su pedestal, de convertirlo en personaje vivo, no infalible. Dijo, por ejemplo, que era un mal político y que había provocado, por sus actos y por sus omisiones, una división peligrosa de la sociedad chilena. Muchos chilenos han escuchado esto y se han rasgado las vestiduras. El fenómeno ha ocurrido hasta en Europa, en la distancia, como si el alejamiento geográfico no estuviera acompañado de una visión realista, evolucionada, del pasado. Allende, por ejemplo, después de alcanzar la presidencia con un modesto 37 por ciento de los votos populares, declaró de entrada que no sería el Presidente de todos los chilenos. Podríamos encontrar ahí el germen de una división profundizada, que no termina todavía. Me encuentro a cada rato con expresiones de esa división y la combato de frente, sin la menor vacilación, con toda la fuerza y la veracidad necesarias. Todo lo que proviene del gobierno de Sebastián Piñera es malo, me dicen a menudo en la cara. ¿Y por qué, pregunto, me podría usted dar alguna razón concreta? Me dan razones tartamudas y hace un par de años me declararon, por escrito, por internet, por todos los medios actuales, persona non grata. ¡Qué imaginación tienen ustedes, dije, qué riqueza de verbo!
En Chile falta la verdadera crítica y la verdadera autocrítica, en todos los sectores, en la izquierda, en la derecha y hasta en el centro. Tenemos que agradecer la versión corregida, revisada, analizada, equilibrada, que nos da el ex presidente, desde su altura y desde su distancia, de algunos personajes de nuestro pasado reciente. Aunque no estemos necesariamente de acuerdo. Allende, por ejemplo, era mucho más educado que Napoleón Bonaparte, en especial con las señoras. Era igual de rápido, tenía también una notable energía, pero estudiaba los temas muchísimo menos y su cultura, su conocimiento del pasado, su lucidez, eran francamente inferiores. No era Napoleón Primero, desde luego, ni hacía falta que lo fuera. Ahora bien, enfrentaba los temas económicos con inexperiencia, con ingenuidad, con excesivo voluntarismo. No basta con subir los salarios en cuarenta por ciento para mejorar la suerte de la clase obrera. Hay que financiar un alza de esa naturaleza, hay que construirla sobre bases económicas sólidas. O contentarse con un alza real de tres y medio por ciento y continuar en la misma forma el año siguiente. Escribo estas líneas en una sala donde un ministro de la Unidad Popular le dijo al poeta y embajador Pablo Neruda, en presencia de diversos testigos, que la inflación era favorable “porque iba a destruir el poder de la burguesía”. El poeta contestó con un amplio gesto de negación. La inflación, dijo, nos va a destruir a nosotros. ¿Sabía más de economía el poeta lírico que el ministro y que su Presidente? No puedo asegurarlo, pero soy capaz de sostener, a partir de la observación cercana, que el autor de las Odas elementales, con los años, con los conflictos, con las contradicciones del siglo XX, había adquirido una especie de sabiduría que en otras partes faltaba. Más sabía el diablo por viejo que por diablo. Después de leer la entrevista de don Patricio, me gustaría conocer sus memorias de un gobierno de transición, con el ex dictador a la cabeza de las Fuerzas Armadas. Eso sí, no sé si las tiene escritas. No estoy informado a ese respecto. Pero puedo asegurar que serían sumamente útiles.

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