por Mentessana
Diario El Mercurio, Viernes 25 de Mayo de 2012
Días atrás, en la catedral de Santiago, el cuadro siguiente: los visitantes toman fotos de sus familiares que posan frente al altar donde se encuentra el Santísimo. Los fotógrafos hacen nata. Por todas partes aparecen con sus minúsculas cámaras tratando de captar imágenes que los llenen de elogios cuando sus familiares las vean. Claro, es un altar bellísimo, colonial, de plata. Pero ninguno de los artistas ni de los modelos hace una genuflexión o, al menos, una inclinación frente a la causa primera de ese altar.
Salgo de la Catedral y me encuentro con otra llamativa escena: cinco o seis fotógrafos aficionados retratan a un perro que se halla sobre el césped de uno de los tantos arreglos que hay en el lugar. El perro -pienso yo- no tiene gracia alguna, pero el perro "artista" se vuelve hacia mí y entre sus fauces lleva a una paloma muerta. He ahí la razón de tanto cazador furtivo de imágenes.
Años atrás, cerca de las cinco de la tarde, caminábamos con otros periodistas y gráficos por las calles de Vallenar y decíamos que en esa tranquilidad sería imposible captar una buena imagen o noticia. En eso, dos cuadras más adelante, apareció un toro que embistió a una señora que salía de un almacén. Detrás del toro llegó corriendo un carabinero que, metralleta en mano, hizo dos disparos al animal, que murió en el acto. Uno de los reporteros dijo: "Voy al hotel a buscar la cámara". Le dijimos: "Ya es tarde".
Los fotógrafos de hoy saben que deben estar atentos, porque en cualquier momento salta la liebre. O el toro.
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