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De los arrepentidos...

por Fernando Villegas

 Publicado en el diario La Tercera, 11 de junio del 2012

En teoría, el arrepentimiento es el inevitable aunque a veces tardío resultado de cometer o apoyar el Mal, pero normalmente el único pecador arrepentido es el pillado. Este se lamenta no de sus actos como del hecho que, por haber sido sorprendido, sufrió consecuencias gravosas. Pero si sólo lamentarse por el precio está bastante lejos del auténtico arrepentimiento, aun lo está mucho más quien dice lamentarse para evitar pagarlo.

De estos últimos casos el país está repleto. De cien personas que apoyaron el régimen de Pinochet, es de dudarse que haya más de una o dos que sinceramente lo lamente. Muchas más lo hacen sólo porque pagaron o están pagando un costo. En su econometría moral, se reprochan no haber abandonado el bote antes que hiciera agua. Sin embargo, el grupo más numeroso es el de quienes no han pagado costo ninguno; de eso, de ejecutoriar una suerte de perdonazo en masa, trataba en parte la transición. Aun así los titulares de ese amplio grupo temen que algún día les llegue esa factura. Todos los conocemos; son quienes se vincularon al régimen por razones que les parecieron correctas y hasta necesarias, pero ya con Patricio Aylwin se sanaron en salud redescubriendo las virtudes de la democracia, manifestando su “horror” ante los crímenes y luego se retiraron a la vida privada  -negocios, directorios, oficinas de consulta, rentas vitalicias, retiros espirituales, obras piadosas, etc.-, donde desde entonces y de todos los modos posibles intentaron pasar piola. Otros, más audaces, no han vacilado en desplegar una muy activa vida pública.

El homenaje


De ahí que quienes no se han arrepentido ni declaran arrepentimiento por si las moscas, sino, al contrario, siguen ostentosamente siendo partidarios del régimen de Pinochet y aceptan sin alegría, pero sin disimulo, las atrocidades que se cometieron, a las que consideran parte inevitable de todo régimen de fuerza, son una minoría diminuta. Son los que organizaron el homenaje en el Caupolicán, los que asistieron o quisieron asistir, los llamados “nostálgicos de la dictadura”.

Un ingenuo podría creer que un grupo así, por ser tan insignificante, debiera inspirar indiferencia, pero al contrario, precisamente por eso concita un odio feroz. Es fácil detestar a quienes, por ser pocos, no pueden oponer mucha resistencia. El antipinochetismo tiene la vara alta y puede castigar a porfía y sin costos. Estos han sido los años del ajuste de cuentas en todos sus sabores: funas, procesos judiciales, denuncias, etc. Si acaso por un tiempo se habló, melifluamente, de “arrepentimiento y perdón” y hasta se sugirió un poquito de olvido, eso ya no tiene vigencia. La gente está empoderada y quiere hacer uso de sus flamantes poderes. Simplemente, quienes fueron pinochetistas y no lo desmienten no tienen derecho a existir. Han sido, por así decirlo, borrados de los registros de la humanidad.

Todo esto no carece de la dosis de hipocresía que ostenta casi toda conducta humana, individual o en masa. Algunos gritarán más fuerte que nunca contra esos inoportunos homenajes mientras más se tema ser confundido con los asistentes; otros criticarán más que nunca los agravios de ese régimen mientras más hayan sido partidarios, por décadas, de regímenes igual de criminales, aunque de signo opuesto. Hay un posible negocio en puertas llamado “acuerdos” y eso se facilita si todos, a coro, repudian lo mismo.

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