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El tiempo congelado


por Héctor Soto

 Publicado en el diario La Tercera, 16 de junio del 2012
Basta sólo una chispa para que el potrero de pasto seco se vuelva a encender. Basta un documental, Pinochet -ahora desde el lado de los militares presos en Punta Peuco-, para que las organizaciones de derechos humanos reaccionen y los encapuchados las emprendan con arrebato y violencia contra el pinochetismo, la policía, las vitrinas, los paraderos o los vehículos de una compraventa de autos. Se diría que la herida es reciente. Pero no, va a cumplir 40 años y se reabre una y otra vez a la menor provocación o bravata. Que nadie se escandalice. William Faulker, cuya poética está asociada al tiempo ido, lo dijo mejor que nadie: “El pasado no existe. Ni siquiera ha pasado”.

La pregunta es por qué el tajo no cicatriza. No sólo ha pasado mucho tiempo. Vaya que ha cambiado el mundo y ha cambiado Chile. Pero en esto, en el Gran Trauma Nacional, el tiempo pareciera haberse congelado al punto que Allende y Pinochet siguen presentes. De distinta manera, por supuesto. Pero ahí están: dando la pelea.

El discreto encanto de la simetría

La lectura de la historia dice, en principio, que Allende perdió en el momento y ganó en la posteridad. Al revés, que Pinochet ganó el partido preliminar aunque perdió el de fondo. Pero al final, estas simetrías no interpretan a nadie en su salomónica carga de ironías. Al diablo con los triunfos morales y los veredictos de la eternidad. Contrariando la interpretación dominante de historiadores y sociólogos, lo que intuían probablemente los desalmados y vándalos que salieron a armar gresca el domingo pasado, es que Pinochet vive no sólo en la incondicionalidad de sus partidarios. Ellos -y no sólo ellos- lo reconocen también en las bases del llamado nuevo Chile. De ahí su frustración y su furia. ¿No era que el dictador fue derrotado?

Si las cosas son así, y vale decirlo en condicional porque en los desórdenes hay intereses políticos involucrados y está muy presente el vértigo de la ultra por la ingobernabilidad, la situación es por supuesto complicada. Complicada, porque la mancha de origen le ensucia el manto -no en la misma medida, de acuerdo- tanto a la derecha que estuvo con Pinochet hasta el final, como a los que lo combatieron pero heredaron -sin especiales expresiones de asco- el país que él concibió. Complicado también, porque es imposible desandar el camino y regresar sin más al Chile del año 70. ¿Cómo purgan las sociedades sus desafueros o borran de la historia los pasajes que no gustan? ¿Cómo hacen para que el pasado no las siga majadereando? ¿De qué manera saldan sus cuentas pendientes? ¿Será posible partir otra vez de cero? 


Lo que está abierto

Hay, desde luego, gran inmadurez y candor en esas preguntas. No, no es posible volver a empezar. No, la sanación no pasa por negar lo que se vivió; pasa precisamente por reconocerlo y asumirlo. No, los hechos no ocurrieron porque sí o porque haya habido un solo malo de la película. No, el pasado, por mucho que admita múltiples interpretaciones, no se puede cambiar.

Eso es quizás lo único irremovible. Todo lo demás puede moverse y de hecho, está abierto y sometido constantemente a revisión. La gente puede cambiar de opinión, puede arrepentirse. Puede reconocer incluso que no volvería a actuar como actuó. Pero eso, que puede ser un bonito gesto, tanto en el plano personal como en el político, no cambia en nada el pasado. También es un bonito gesto dar la cara y apechugar incluso respecto de los errores cometidos y de lo que no haya sido especialmente glorioso.


Es difícil sentar normas generales a este respecto. Quién es uno para hacerlo: eso queda para la filosofía moral, que para estos efectos, por lo demás, se toma su tiempo. Mientras tanto, este es uno de esos terrenos donde mandan más los testimonios y las verdades personales que las prescripciones de la ortodoxia o del pensamiento políticamente correcto. Cuando Andrés Chadwick, el ministro vocero, habló esta semana de arrepentimiento y tomó distancia de la las violaciones de DD.HH. por parte de un gobierno que él apoyó (y sigue apoyando, como lo aseguró al día siguiente en su aclaración), generó incomodidades en su sector, aunque sintió estar rindiendo un tributo a la moderación y la madurez. No hay por qué poner en duda que lo hizo desde la honestidad. Y siendo así, corresponde valorarlo y agradecérselo. La idea del “yo nunca supe lo que realmente pasaba” a lo mejor no se sostiene mucho. No importa. Pero la idea del “yo pude haber hecho más de lo que hice”, que por lo demás estaba en la declaración que hizo su partido, la UDI, con ocasión de los 30 años del golpe, comporta voluntad de enmienda y es un reconocimiento éticamente superior. 

No más fuera esto lo único rescatable del episodio del domingo pasado, justo es reconocer que en la hora actual es valioso como saldo.

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