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Nada como trabajar en un café...‏



Zona iluminada

por Andrés Gomberoff

Revista Qué Pasa, jueves 06 de diciembre de 2012


La tecnología Wi-Fi está en todas partes. Pero surgió de la búsqueda de un hombre persiguiendo otra cosa. John O´Sullivan estaba obsesionado con los más extraños, extremos y tecnológicamente inútiles objetos del universo: los agujeros negros.

© Mathias Sielfeld
Años después de su fracaso en la búsqueda de agujeros negros primordiales, O’ Sullivan lideraba un grupo que trabajaba en mejorar las rudimentarias redes inalámbricas para computadoras. O’Sullivan conocía el problema mejor que nadie. 

Nada como trabajar en un café. Lejos de la oficina, en donde las menudencias del día a día no permiten la concentración sobre lo relevante. Un humeante café, buena música, y el hospitalario murmullo de las mesas vecinas son el escenario perfecto para una productiva mañana de trabajo. Claro que nada de esto sería posible sin el Wi-Fi, sistema que llena el espacio de invisibles ondas de radio que permiten mi conexión con el mundo, sin la  incomodidad y la fealdad de cables emergiendo de las paredes que terminarían con la cálida atmósfera del lugar. 
Sería difícil para las cafeterías ofrecer conexión a internet sin la tecnología Wi-Fi. Se trata de una de las tecnologías claves de la última década del siglo pasado. Su nombre proviene de “Wireless Fidelity” (fidelidad sin cables), un juego de palabras con el clásico “Hi-Fi” o High Fidelity (alta fidelidad) de los reproductores de audio. La idea fue del ingeniero y radioastrónomo John O’Sullivan. Pero surgió inesperadamente. No como un objetivo principal empujado por las necesidades de los clientes de las cafeterías del mundo, sino que como un resultado secundario empujado por la curiosidad. Por el placer de descubrir. De encontrar en el espacio señales de uno de los más extraños fenómenos que la física teórica estaba prediciendo por esos días: O’Sullivan terminaba su doctorado en Ingeniería Eléctrica, cuando Stephen Hawking anunciaba la posibilidad de violentas explosiones de pequeños agujeros negros. 
Era evidente para él la necesidad de buscarlas.

Agujeros no tan negros

There’s a light that never goes out, canta la lamentosa voz de Morrissey a través  los parlantes del sistema Hi-Fi del café. Y es cierto. Porque ni los objetos más negros del universo son totalmente negros. Fue Stephen Hawking quien en 1974 hizo esta impresionante y fundamental observación. Los agujeros negros se suponían objetos que no sólo no emitían radiación alguna, sino que además cualquier rayo de luz que incidiera sobre ellos, atravesando su “horizonte de eventos”, sería completamente absorbido, sin esperanza de escapar jamás. De este modo, no era posible tener luz proveniente de ellos. Eran la negrura absoluta. O al menos ésta era la predicción de la teoría de la gravedad de Einstein: la relatividad general.
 Las cosas cambiaron cuando Hawking estudió los efectos que la mecánica cuántica, teoría del universo microscópico, impondría sobre ellos. Encontró que debían comportarse como objetos calientes. Y como cualquier otro objeto caliente, debían emitir radiación, de igual manera como un carbón o un metal caliente “al rojo vivo” emite luz.
La temperatura de los agujeros negros la conocemos como temperatura de Hawking. Hay que agregar aquí que la luz emitida por objetos calientes no es siempre visible. Si bajamos la temperatura lo suficiente, no observaremos luz proveniente del metal caliente: estará emitiendo, en buena parte, radiación infrarroja, invisible a nuestros ojos. Si seguimos bajando la temperatura, emitirá principalmente microondas y luego ondas de radio, todas ondas electromagnéticas que no podemos ver, pero detectables con los instrumentos apropiados. Lo contraintuitivo de los agujeros negros es que mientras más grandes -y por lo tanto, más energéticos-, son más fríos. Por ejemplo, un agujero negro con la masa del Sol, sería una esfera de apenas 3 kilómetros de diámetro, cuya temperatura alcanzaría apenas una ínfima fracción de grado sobre el cero absoluto (-273.15 °C). 
Todos los agujeros negros que observamos son más pesados que el Sol. Esto es consistente con el único mecanismo que conocemos para su formación: Al final de su vida, una estrella suficientemente pesada colapsará cuando el combustible nuclear que la mantenía caliente se agote, y ya no pueda luchar contra la fuerza gravitacional. Esto ocurrirá para estrellas de masas más grandes que unas tres masas solares. Pero la temperatura de Hawking de estos agujeros negros es tan pequeña, que la radiación que emiten es despreciable respecto de aquella que absorben del medio interestelar. Es así como no están, al menos actualmente, evaporándose para desaparecer. Tenemos agujeros negros para rato.

Pequeños y primordiales

Los agujeros negros grandes y fríos (de varias masas solares a millones de masas solares) son objetos comunes y estables en el universo. Pero en su artículo de 1974,  Stephen Hawking también especuló sobre la existencia de agujeros negros pequeños, unos que no podrían ser producto del colapso gravitacional de estrellas moribundas. Sólo podrían haberse formado muy al comienzo del universo, cuando la alta densidad y temperatura permitían que pequeñas fluctuaciones de la sopa primordial cósmica los formaran al azar. Los llamamos agujeros negros primordiales, y podemos asumirlos de cualquier tamaño. 
Algo suficientemente pesado pero muy liviano en comparación a las escalas astronómicas es el agua. Imaginemos el Mar Negro. Para formar un agujero negro con su agua, debemos comprimirla hasta el tamaño de un átomo pequeño. La temperatura de este agujero será de más de 200.000°C, similar a la que podemos encontrar en estrellas. Un agujero pequeño y ardiente como éste emitirá mucha más radiación de la que es capaz de absorber, por lo que se irá perdiendo masa. Y mientras más pequeño, aún mayor su temperatura y mayor la tasa de evaporación. Eventualmente el agujero desaparecerá en una rápida explosión de radiación.  Si esas ondas de radio existían, O’Sullivan tenía la esperanza de encontrarlas.

Fourier y una infructuosa búsqueda

El problema que enfrentaba el ingeniero, era que a pesar de las explosiones que predecía Hawking, había varios obstáculos. Primero,  las explosiones de estos pequeños no resultan eventos particularmente violentos si se las compara con otros eventos dentro del universo.  Es como intentar escuchar una lejana conversación dentro de este café atiborrado de clientes. 
Otro problema era que las ondas de radio que pretendía observar, y que la explosión del agujero debía emitir profusamente, no llegarían directamente del pequeño objeto que estaba mirando. La señal sería difusa, debido a que en su largo camino a través del espacio y la atmósfera, se reflejaría y difuminaría.  Como si la lejana conversación que me interesa rebotara en las paredes produciendo un eco que hiciera más compleja mi tarea por entenderla. 
Afortunadamente, más de 150 años antes, el matemático francés Joseph Fourier había desarrollado las técnicas matemáticas que él necesitaba. Éstas le permitieron encontrar la electrónica necesaria para limpiar la señal de las antenas y buscar sus furtivas explosiones siderales. 
Nunca encontró ninguna, pero un buen científico no baja la guardia. Sigue pensando en la belleza de los agujeros negros en algún café de la ciudad.
Y así llegamos a la serendipia, el accidente feliz, de O’Sullivan. Fue la clase de accidentes que sólo suelen ocurrir en la cima de una larga carrera de búsqueda motivada por la curiosidad. 
Es lo que le pasó a John O’Sullivan. Años después de su fracaso en la búsqueda de agujeros negros primordiales,  se encontraba  liderando el grupo de procesamiento de señales de CSIRO (siglas para la Organización para la Investigación Científica e Industrial de la Mancomunidad de Australia).  Allí se planteó el problema de mejorar las rudimentarias redes inalámbricas para computadoras. El problema principal era que la señal de radio transmitida  por antenas ubicadas dentro de espacios cerrados sufría de múltiples reflexiones debido a las paredes y los objetos del recinto. Era un problema que O’Sullivan conocía mejor que nadie. Había dedicado años a filtrar las hipotéticas señales de los agujeros negros que nunca encontró. Ahora podía usar la electrónica y la matemática de Fourier para otra cosa. Con sus colaboradores desarrollaron los estándares para redes inalámbricas que hoy conocemos como Wi-Fi. 
Así, la patente más valiosa de Australia nació de la obsesión de un hombre por los objetos más extraños y oscuros del universo, iluminados por abstractas matemáticas del siglo XIX.  Nada como trabajar en un café. Pensar en los misterios de los agujeros negros, notables protagonistas de la historia que me permite escribir estas líneas en este cálido lugar. Porque la innovación relevante sólo puede surgir en el placer de descubrir, en la pasión por la belleza, en la obsesión desinteresada. Ojalá tomándose un buen café.

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