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ESPERANDO A JESÚS


  • Meditación del día de Hablar con Dios
    
    Adviento. 24 de diciembre
    
    
    
    — María. Recogimiento. Espíritu de oración.
    
    — Nuestra oración. Aprender a tratar a Jesús. Necesidad de la oración.
    
    — Humildad. Trato con Jesús. Jaculatorias. Acudir a San José, maestro
    de vida interior.
    
    I. Por la entrañable misericordia de nuestro Dios, nos visitará el Sol
    que nace de lo alto, para iluminar a los que viven en tinieblas y en
    sombra de muerte, para guiar nuestros pasos en el camino de la paz1.
    Jesús es el Sol que ilumina nuestra existencia. Todo lo nuestro, si
    queremos que tenga sentido, ha de hacer referencia a Él.
    
    De modo muy especial y extraordinario, la vida de la Virgen está
    centrada en Jesús. Lo está singularmente en esta víspera del
    nacimiento de su Hijo. Apenas podemos imaginar el recogimiento de su
    alma.
    
    Así estuvo siempre, y así debemos aprender a estar nosotros, ¡tan
    dispersos y tan distraídos por cosas que carecen de importancia! Una
    sola cosa es verdaderamente importante en nuestra vida: Jesús, y
    cuanto a Él se refiere.
    
    María guardaba todas estas cosas ponderándolas en su corazón2; su
    madre guardaba estas cosas en su corazón3. Por dos veces el
    Evangelista hace referencia a esta actitud de la Virgen frente a los
    acontecimientos que iban ocurriendo.
    
    La Virgen conserva y medita. Sabe de ese recogimiento interior en el
    que es posible valorar y guardar los acontecimientos, grandes y
    pequeños, de su vida. En su intimidad, enriquecida por la plenitud de
    gracia, reina aquella armonía primitiva en la que el hombre fue
    creado. Ningún lugar mejor para guardar y ponderar esa acción divina
    excepcional en el mundo de la que Ella es testigo.
    
    Después del pecado original, el alma pierde el dominio de los sentidos
    y la orientación natural hacia las cosas de Dios. En la Virgen no fue
    así; en nosotros, sí. En Ella, por haber sido preservada de la mancha
    original, todo era armonía, como en los comienzos. Es más, estaba
    embellecida por la presencia, del todo singular y extraordinaria, de
    la Santísima Trinidad en su alma.
    
    María está siempre en oración, porque todo lo hace en referencia a su
    Hijo: cuando habla a Jesús, hace oración (eso es la oración, «hablar
    con Dios»), y cada vez que le mira (también eso es oración, mirar con
    fe a Jesús Sacramentado, realmente presente en el Sagrario), y cuando
    le pide o le sonríe (¡tantas veces!), o cuando pensaba en Él. Su vida
    estuvo determinada por Jesús, y a Él se orientaban permanentemente sus
    sentimientos.
    
    Su recogimiento interior fue constante. Su oración se fundía con su
    misma vida, con el trabajo y la atención a los demás. Su silencio
    interior era riqueza, y plenitud, y contemplación.
    
    Nosotros le pedimos hoy que nos dé este recogimiento interior
    necesario para ver y tratar a Dios, muy cercano también a nuestras
    vidas.
    
    II. Hoy sabréis que viene el Señor, y mañana contemplaréis su gloria4.
    
    La Virgen nos alienta en esta víspera del Nacimiento de su Hijo a no
    dejar jamás la oración, el trato con el Señor. Sin oración estamos
    perdidos, y con ella somos fuertes y sacamos adelante nuestras tareas.
    
    Entre otras muchas razones, «debemos orar también porque somos
    frágiles y culpables. Es preciso reconocer humilde y realmente que
    somos pobres criaturas, con ideas confusas (...), frágiles y débiles,
    con necesidad continua de fuerza interior y de consuelo. La oración da
    fuerzas para los grandes ideales, para mantener la fe, la caridad, la
    pureza, la generosidad; la oración da ánimo para salir de la
    indiferencia y de la culpa, si por desgracia se ha cedido a la
    tentación y a la debilidad; la oración da luz para ver y juzgar los
    sucesos de la propia vida y de la misma historia desde la perspectiva
    de Dios y desde la eternidad. Por esto, ¡no dejéis de orar! ¡No pase
    un día sin que hayáis orado un poco! ¡La oración es un deber, pero
    también es una alegría, porque es un diálogo con Dios por medio de
    Jesucristo!»5.
    
    Hemos de aprender a tratar cada vez mejor al Señor a través de la
    oración mental –esos ratos, como ahora, que dedicamos a hablarle
    calladamente de nuestros asuntos, a darle gracias, a pedirle ayuda...,
    ¡a estar con Él!– y mediante la oración vocal, quizá también con
    oraciones aprendidas cuando éramos pequeños. No encontraremos a lo
    largo de nuestra vida a nadie que nos escuche con tanto interés y con
    tanta atención como Jesús; nadie ha tomado nunca tan en serio nuestras
    palabras como Él. Nos mira, nos atiende, nos escucha con extremado
    interés cuando hacemos nuestra oración.
    
    La oración es siempre enriquecedora. Incluso en ese diálogo «mudo»
    ante el Sagrario en el que no decimos palabras: basta mirar y sentirse
    mirado. ¡Qué diferencia de la frecuente palabrería de muchos hombres,
    que nada dicen porque nada tienen que comunicar! De la abundancia del
    corazón habla la boca. Si el corazón está vacío, ¿qué podrán decir las
    palabras? Y si está enfermo de envidia, de sensualidad, ¿qué contenido
    tendrá el diálogo? De la oración, sin embargo, salimos siempre con más
    luz, con más alegría, con más fuerza. Poder hacer oración es uno de
    los dones más grandes del hombre: ¡hablar y ser escuchado por su
    Creador! ¡Hablar con Él y llamarle Amigo!
    
    En la oración hemos de hablar al Señor con toda sencillez. «Pensar y
    entender lo que hablamos y con quién hablamos, y quiénes somos los que
    osamos hablar con tan gran Señor, pensar esto y otras cosas semejantes
    de lo poco que le habemos servido y lo mucho que estamos obligados a
    servir, es oración mental; no penséis que es otra algarabía ni os
    espante el nombre»6.
    
    Algunos pueden pensar que la oración es extraordinariamente difícil de
    hacer, o que es para personas especiales. En el Santo Evangelio
    podemos ver una gran variedad de tipos humanos que se dirigen al Señor
    con confianza: Nicodemo, Bartimeo, los niños, con quienes el Señor se
    goza especialmente, una madre, un padre que tiene un hijo enfermo, un
    ladrón, los Magos, Ana, Simeón, los amigos de Betania... Todos ellos,
    y nosotros ahora, hablamos con Dios.
    
    III. En la oración, es importante la perseverancia y las buenas
    disposiciones: entre ellas, la fe y la humildad. No podemos llegar a
    la oración como el fariseo de aquella parábola dirigida a algunos que
    confiaban en sí mismos y despreciaban a los demás7. El fariseo,
    quedándose de pie, oraba para sus adentros: Oh Dios, te doy las
    gracias porque no soy como los demás hombres, ladrones... Ayuno dos
    veces por semana... Enseguida nos damos cuenta de que el fariseo ha
    entrado al Templo sin amor. Él es el centro de sus pensamientos y el
    objeto de su propia estimación. Y, en consecuencia, en vez de alabar a
    Dios se alaba a sí mismo. No hay amor en su oración, no hay tampoco
    caridad; no hay humildad. No necesita a Dios.
    
    Por el contrario, podemos aprender mucho de la oración del publicano,
    humilde, atenta –con la mente fija en la persona con quien hablamos–,
    confiada. Procurando que no sea monólogo en el que nos damos vueltas a
    nosotros mismos, recordando situaciones sin referirlas a Dios, o
    dejando incontrolada la imaginación, etcétera.
    
    El fariseo, por falta de humildad, se marchó del Templo sin haber
    hecho oración. Hasta en eso se puso de manifiesto su oculta soberbia.
    
    El Señor nos pide sencillez, que reconozcamos nuestras faltas, y le
    hablemos de nuestros asuntos y de los suyos. «Me has escrito: “orar es
    hablar con Dios. Pero, ¿de qué?”—¿De qué? De Él, de ti: alegrías,
    tristezas, éxitos y fracasos, ambiciones nobles, preocupaciones
    diarias..., ¡flaquezas!: y hacimientos de gracias y peticiones: y Amor
    y desagravio.
    
    »En dos palabras: conocerle y conocerte: “tratarse”»8.
    
    «Et in meditatione mea exardescit ignis —Y, en mi meditación se
    enciende el fuego. —A eso vas a la oración: a hacerte una hoguera,
    lumbre viva, que dé calor y luz.
    
    »Por eso, cuando no sepas ir adelante, cuando sientas que te apagas,
    si no puedes echar en el fuego troncos olorosos, echa las ramas y la
    hojarasca de pequeñas oraciones vocales, de jaculatorias, que sigan
    alimentando la hoguera. —Y habrás aprovechado el tiempo»9.
    
    Sobre todo al principio, y a veces por temporadas, nos ayudará el
    servirnos de un libro, como el cojo se sirve de sus muletas, para ir
    adelante en nuestra oración. Así hicieron también muchos santos. «Si
    no era acabando de comulgar, jamás osaba comenzar a tener oración sin
    libro; que tanto temía mi alma estar sin él en oración, como si con
    mucha gente fuera a pelear. Con este remedio, que era como una
    compañía o escudo en que había de recibir los golpes de los muchos
    pensamientos, andaba consolada»10.
    
    Habitualmente, nuestra oración debe concluir en precisos propósitos de
    mejora. Preguntaremos con sinceridad al Señor: ¿qué deseas de mí en
    este asunto concreto que he estado considerando?, ¿cómo puedo mejorar
    yo ahora en esta virtud?, ¿qué debo proponerme de cara a los próximos
    meses para cumplir tu Voluntad?
    
    Ninguna persona de este mundo ha sabido tratar a Jesús como su Madre
    y, después de su Madre, San José, quien debió pasar largas horas
    mirándole, hablando con Él, tratándolo con toda sencillez y
    veneración. Por esto, «quien no hallare maestro que le enseñe oración,
    tome este glorioso Santo por maestro y no errará en el camino»11.
    
    Al terminar nuestra oración contemplamos a José muy cerca de María,
    lleno de atenciones y de delicadezas hacia Ella. Jesús va a nacer. Él
    ha preparado lo mejor que ha podido aquella gruta. Le pedimos nosotros
    que nos ayude a preparar nuestra alma, a no estar dispersos y
    distraídos cuando tenemos tan cerca a Jesús.
    
    1 Evangelio de la Santa Misa, Lc 1, 78-79. — 2 Lc 2, 19. — 3 Lc 2, 51.
    — 4 Antífona del Invitatorio del día 24. — 5 Juan Pablo II, Audiencia
    con los jóvenes, 14-III-1979. — 6 Santa Teresa, Camino de perfección,
    25, 3. — 7 Lc 18, 9 ss. — 8 San Josemaría Escrivá, Camino, n. 91. — 9

    Ibidem, n. 92. — 10 Santa Teresa, Vida, 4, 7. — 11 Ibídem, 6, 3.m/page/21686.html

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