Pedro Gandolfo
Sábado 22 de Diciembre de 2012
Palabras, palabras, palabras
Sábado 22 de Diciembre de 2012
Palabras, palabras, palabras
Que el hombre se puede perder en la palabra, y nunca es tan dueño de sí como cuando calla, parece una constatación de sentido común vinculada con una antigua convicción acaso no lejana a la verdad: la palabra no sólo es don, sino también es fluido, es herida. A través de ella, el hombre se puede vaciar, disolver, perder sustrato, tropezar, acrecentar los equívocos y confusiones.
Hay en la historia de las ideas y de las imágenes un ícono que muestra a la cabeza, la mente o conciencia humanas, concebida como un recipiente (un tonel, un globo, un saco), incesantemente amenazado por el riesgo de que la materia por él contenida -la palabra, "el logos", el pensamiento- puede escapársele, y sin retorno. (Se da, por cierto, el peligro mayor de perder completamente la cabeza, de manera abrupta y no de a gotas o chorros). Con todo, "el irse de boca", tan frecuente y pernicioso en nuestro ambiente, tal vez no sea sino la marca de nuestras sociedades urbanas y modernas, neuróticamente empeñadas en inquirirlo, decirlo y conversarlo todo, poniendo la palabra y el enunciado en vitrina, intentando de ese modo sustituir la acción significativa con el derroche de un lenguaje cada día más desgastado.
Es posible plantearse (aunque sea utópico), entonces, la virtud terapéutica que tendría en nuestra vida privada -y, sobre todo, pública- cultivar no digamos el silencio, pero sí una mayor austeridad en el decir.
Es una tradición antigua, de remotos orígenes estoicos y cristianos (incontinentes verbales y lateros han existido siempre). El arte de callar oportunamente, para llamarlo de algún modo, se transforma, sin embargo, poco a poco, de una práctica religiosa en una civil. Del silencio ante Dios, como aparece en las reglas monásticas y en los tratados de teología tempranos, se convierte paulatinamente en virtud cívica en los tratados de moral y manuales de buenas maneras del siglo XVIII, en el ejercicio ciudadano del hombre prudente, quien vigila siempre la propia conducta y, particularmente, sus palabras y expresiones.
Así, "la lengua suelta", que previene acerca de la incómoda autonomía de este músculo, es una alegoría de esa boca que se prodiga en cualquier despropósito o sandez.
El "arte de callar" es un arte paradójico de la palabra. Para callar no basta, pues, tener la boca cerrada y bien amarradita la lengua: el silencio, el callar humano, no es equivalente a la mudez del animal o al mutismo patológico, porque en el hombre su silencio es expresión: entonces, el hombre habla la lengua del rostro.
El "arte de callar" es un arte paradójico de la palabra. El callar humano no es equivalente a la mudez del animal o al mutismo patológico. En el hombre, su silencio es expresión.
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