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Jueves 27 de diciembre de 2012
Un regalo es algo que no se pide,
que no se espera, que no se sabe,
algo que no está previsto,
algo que no tiene precio,
que no tiene otro destino
que ser regalado.
Es su gracia y su limitación:
interrumpir el flujo
de la oferta y la demanda,
para mostrarnos por un segundo
el asomo de un mundo
en que se podría dar
sólo por el placer de dar.
Por supuesto en Navidad
entre las montañas
de Monster High
y Ponys y Legos y Tablets,
esto es sólo una media verdad.
Los niños esperan regalos
y los padres llenan esa espera
convirtiendo la nochebuena
en lo que no debería ser:
un deber, un trabajo, una esclavitud.
Sin sorpresa,
sin verdadera decepción posible,
no pasa ni un solo día
para que los regalos vuelvan a ser
lo que los libramos de ser por una noche:
simple y pura mercancía,
que hoy, si no gusta, o está repetido,
o quedó grande, hasta se vende
al mejor postor en internet.
Para los cristianos
la vida humana
es también un regalo.
Por eso mismo
es intrínsecamente decepcionante,
sorprendente, impagable
e imposible de intercambiar.
Se entrega porque sí
y porque sí se queda.
En cierta forma vivimos
acalorados e indignados
tratando de que nos acepten
un cupón de cambio
de nuestra propia vida,
a ver si conseguimos
por el mismo precio
una vida mejor.
Y lo conseguimos a veces,
aunque perdamos con ello
el verdadero lujo,
la verdadera gracia del regalo,
la idea de que viene de otro, de lejos,
de que sólo es nuestro a medias,
que nos quedan ante él
sólo dos alternativas:
o aceptar feliz el presente
o volver a regalarlo
a alguien más
la próxima Navidad.
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