Revista Qué Pasa, jueves 13 de diciembre de 2012
Los hombres que oían a las ballenas
Un equipo de biólogos se interna en el golfo Corcovado, la inhóspita región al sur de Chiloé donde cientos de cetáceos se alimentan cada verano, para grabar el enigmático canto de las ballenas azules. En esas canciones buscan encontrar las respuestas para concretar el proyecto de sus vidas: crear una zona protegida que resguarde al animal más grande del mundo.
Esa mañana, de bruma espesa, las aguas que rodean a la isla Refugio, una de las primeras que se desgarran al sur de Chiloé, estaban particularmente calmas. No se veía nada, pero Susannah Buchan, la joven oceanógrafa inglesa que había llegado a la Patagonia inicialmente por sólo seis meses -y que luego de ese día ya no volvería a irse- podía oírse respirar en el perfecto silencio.
Era el 19 de febrero de 2008, y luego de apagar el motor de la lancha en que se encontraba, la científica echó su hidrófono al agua y se puso los audífonos. Era el segundo verano que pasaba intentando grabar un canto de ballena azul en aguas chilenas, durante tardes interminables, y la frustración comenzaba a hacerla dudar. Entonces vio aparecer en la pantalla de su computador la mancha de un gran ruido, algo que nunca antes había visto.
Las ballenas cantan, repiten el mismo patrón de notas durante días, a veces semanas. El canto de las ballenas jorobadas, mucho más estudiado, lo emiten los machos para atraer a las hembras. Pero el de las ballenas azules -el animal más grande de la historia, de hasta 33 metros de largo- no parece ser reproductivo, y es para los biólogos un enigma. Se sabe que está compuesto de varias frases, que su primera grabación en el mundo fue realizada en Chile en 1971 por unos investigadores norteamericanos, y que es un sonido tan poderoso como el despegue de un Boeing 747, pero de tan baja frecuencia que es casi imperceptible por el oído humano si no es acelerado en un computador. Y tan grave, que puede atravesar 3 mil kilómetros de océano para contactar a otra ballena.
También se sabe que existen nueve tipos de cantos -o “dialectos”- diferentes en el mundo, cada uno perteneciente a una de las nueve poblaciones de ballenas azules registradas. Por eso, al oírlas, se puede saber de qué población es una ballena, y estimar de dónde viene o hacia dónde va, aunque esto último también es casi siempre un misterio: las azules pasan el 96% de sus vidas bajo el agua, y nadie ha podido descubrir dónde se reproducen, ni dónde están la mayor parte del año.
Lo que sí se sabe es qué hacen muchas cada verano: vienen a Chile. En 2003, el biólogo chileno Rodrigo Hucke hizo uno de los descubrimientos marinos más importantes de las últimas décadas: reveló -y la noticia dio la vuelta al mundo- que en las inhóspitas aguas del golfo Corcovado, al sur de Chiloé, al menos dos centenas de ballenas azules, con sus característicos chorros de hasta 12 metros, se congregan todos los veranos para alimentarse de toneladas de krill, un diminuto camarón que es su única comida. Él mismo enumeró unas 222 ballenas azules en el golfo ese verano, cerca del 20% de las que existirían en el Pacífico Sureste del planeta.
Entre los muchos expertos que arribaron en los años siguientes a la zona, atraídos por el descubrimiento, llegó también Susannah, con sólo 23 años. Estaba dispuesta a ser la primera -luego de la grabación de 1971- en registrar un canto de ballena azul en Chile, y por eso zarpó, una vez más, esa mañana de 2008 atravesando el golfo.
Lo recuerda hoy, otra vez a bordo de un barco por esas aguas, pero ahora para instalar tres boyas de alta tecnología que grabarán durante casi seis meses cantos de ballenas. Recuerda su llanto incontenible, el asombro de ver al enorme animal alejarse entre la bruma disipada, la certeza de que ese sonido bajísimo -que ahora suele escuchar en su iPod para relajarse- era el de una ballena chilena.
“Es un sonido tan grave que te mueve por dentro. Lo escuchas y es como si saliera del del corazón del océano”, dice Susannah, que actualmente hace su doctorado en acústica de ballenas y oceanografía en la U. de Concepción. “Tiene algo musical. Un componente estético que nos permite imaginar una conciencia y una inteligencia muy altas”.
Susannah ocupa el término ballena “chilena”, y no lo hace porque sí. Mientras mira en su notebook los miles de archivos de cantos que ha grabado desde 2008, y que analiza junto a Rodrigo Hucke, está segura de que son evidencia suficiente para una afirmación que no es cualquiera: ese canto no es ninguno de los nueve conocidos por la ciencia. Esos archivos, que ella reproduce todos los días, no han sido registrados por nadie más.
Son el décimo canto. El canto chileno.
El coro del mar
Luego de tres años de grabaciones, realizadas por Buchan y Hucke en la ONG que éste dirige en la U. Austral, Centro Ballena Azul, no les quedaron más dudas: el grupo de ballenas azules que canta en Chile no es el mismo de California, ni de la Antártica. Este grupo canta otra canción, y eso significa que pertenece al Pacífico Sureste. Ese descubrimiento, aún no publicado, tiene enorme importancia para una especie en peligro de extinción, que a causa de la caza brutal del siglo XX pudo quedar reducida a poco más del 3% de lo que era, tal vez apenas 10 mil ejemplares. Y también puede tener relevancia política: multiplica la responsabilidad nacional sobre su conservación, en una zona de diversos intereses económicos.
Luego de que su caza fuera prohibida en Chile al adherir el país a la moratoria de la Comisión Ballenera Internacional de 1966, hoy el principal enemigo de las ballenas es el paso de los barcos por las zonas de alimentación. Por la poca visibilidad del océano, el oído es su sentido más importante para guiarse, pero el estruendoso ruido de las embarcaciones les obstruye la comunicación y las desorienta. Eso, sin contar cuando directamente las atropellan, incapaces de esquivarlas a tan alta velocidad.
“Creo que en los cantos de nuestras ballenas azules puede haber un componente de altruismo, de avisarles a las demás que encontraron alimento”, dice Hucke, doctor en Ciencias de la U. Austral. “Si las estamos incomunicando con buques y explosiones submarinas, nos vamos a dar cuenta demasiado tarde: cuando se hayan ido a otra parte, donde puedan alimentarse y comunicarse mejor. Habremos perdido una zona maravillosa”.
Hucke sabe de frustraciones en el tema. Luego de su gran descubrimiento en 2003, él mismo se encargó de realizar una propuesta de área marina costera protegida de usos múltiples de casi 50 mil kilómetros cuadrados. La idea era regular, como se hace en EE.UU., las rutas de los buques pesqueros y la velocidad con que éstos transitan, así como la degradación de los ecosistemas por la actividad de la zona, para proteger a la nueva comunidad de cetáceos. El objetivo era transformar el golfo en un atractivo turístico similar a la barrera de coral australiana.
Recibió el apoyo del Congreso, de parte de la industria pesquera y de los presidentes Lagos y Bachelet. Dedicó varios años a promocionar la iniciativa y enseñar a las comunidades las potencialidades del hallazgo. Cuando en 2008 el proyecto quedó congelado, no bajó los brazos. Dedicó otros tres años, junto a un grupo multidisciplinario de investigadores, a recopilar información mediante un exhaustivo monitoreo de avistamientos, estudios genéticos y grabación de cantos -llegando a identificar fotográficamente a 150 ballenas- hasta entregar un proyecto completo. Para inicios de 2011 había entendido que el furor inicial se había esfumado. Los barcos seguirían pasando por donde quisieran.
Entonces apareció Patagonia Sur, una empresa chileno-estadounidense de conservación y ecoturismo con fines de lucro que posee terrenos en Melimoyu, en el costado continental del golfo, y le hicieron una propuesta que lo reactivó: estaban creando una nueva fundación de investigación ambiental en la zona, el centro MERI -Melimoyu Ecosystem Research Institute- y querían asociarse con ellos para empezar un nuevo proyecto: la instalación de boyas con tecnología de punta, capaces de grabar durante seis meses de forma ininterrumpida los cantos. El plan, a partir de entonces, sería recopilar tanta información sobre las ballenas del Corcovado, que a las autoridades no les quedara otra que apoyar su conservación. “Queremos tener información importante, como el décimo canto, que genere de nuevo la posibilidad de tener áreas protegidas en el golfo”, dice Rafaela Landea, directora del MERI. “También queremos posicionarlo como un lugar turístico de avistamiento de mamíferos marinos, y educar a las comunidades en su cuidado”.
El primer paso fue instalar, en enero de este año, seis boyas en el golfo, a 200 metros de profundidad, para estimar la presencia de ballenas azules por mes, delimitar las áreas de alimentación, y corroborar qué sucede con las ballenas en invierno, cuando las condiciones climáticas no permiten acercarse.
Los resultados, al principio, fueron decepcionantes. Dos de las boyas nunca volvieron a la superficie, y cuando llevaron las otras cuatro a la Universidad de Cornell en Nueva York, la cuna de la bioacústica y el lugar donde son construidas, se enteraron de que otras dos tampoco habían grabado. Ante eso, no les quedó otra que resignarse a ver qué había en las únicas dos que funcionaron. Al menos algunos cantos.
Tener éxito, en todos los países del mundo donde se monitorean cetáceos, significa oír un canto cada dos semanas. Eso ya es mucho decir. Por eso cuando Russ Charif, uno de los mayores expertos en la materia, abrió la primera boya chilena frente a Rodrigo, Susannah y Rafaela, y seleccionó al azar uno de los 15 mil archivos de audio en que se dividen los seis meses de grabación, nadie esperó demasiado. Lo que se oyó fue una explosión.
“Nunca en mi vida oí algo así”, dijo Charif. “No puedo creer lo que estoy oyendo”.
De fondo, mientras decía esas cosas, decenas de ballenas azules cantaban, unas sobre otras, de forma superpuesta y caótica, en un coro inaudito.
A Chile volvieron con tres boyas nuevas. Cortesía de la casa.
Viaje al centro del océano
Todos en el equipo, que ahora avanza por el golfo en un pequeño barco dispuesto a instalar tres boyas y recuperar una, tienen alguna historia emotiva con las ballenas.
Susannah, que es la jefa de la expedición, dice sentir una conexión personal con ellas desde que vio una en el mar a los diez años, en la costa de Canadá. Fred Channell, un experto norteamericano que vino de Cornell para asistir la operación, cuenta que en África vio a 200 ballenas jorobadas saltando juntas, sin detenerse durante semanas. Todos lo escuchan con asombro. Los marineros chilotes del barco narran noches en que no pueden navegar, temerosos de chocar a alguna de las muchas ballenas que duermen en la superficie.
El peruano Luis Badriña (28), biólogo marino, es distinto a los demás. A él no le gusta mezclar ciencia con emociones. Está parado sobre la cabina del capitán y va anotando con un GPS sus avistamientos de delfines chilenos y de orcas. Ha entrenado su visión en fatigosas jornadas diarias en la orilla del mar, y dice tener un 80% de acierto en medición de distancias. Comprobado contra radar.
Para su tesis en la U. Austral hizo un importante descubrimiento: comprobó, tomando muestras genéticas, que las ballenas azules chilenas son las menos contaminadas por tóxicos del mundo. A pesar de esto, le molesta que la gente las proteja por “ser lindas”, en vez de resguardar el ecosistema. Tampoco le gustan las explicaciones emotivas de lo que hace, ni contar que de niño tuvo una tortuga llamada Jacques, en honor a su ídolo, Jacques Cousteau.
Fred Channell programa las boyas desde su computador, y va anotando en su cuaderno en dónde emergerán nuevamente. Mientras prepara las boyas -que funcionan con un sistema químico que al recibir una señal desde el barco, corroe el cable que las sostiene a la pesa, liberándola-, cuenta que dedica su tiempo libre a grabar el ladrido de su perro e intentar descifrar lo que dice. También dice que está nervioso por la duración del viaje. Lo asusta no alcanzar a ver el estreno de El Hobbit en EE.UU.
El equipo lanza la primera boya al mar cerca de la isla Guafo y ésta se hunde rápidamente en la profundidad del océano. “Tirar una piedra al agua es fácil”, dirá Susannah. “Lo difícil es recuperarla”. Eso es lo que toca ahora: rescatar la boya que dejaron hace medio año en la isla Gala. Antes, el barco se detuvo en Melinka, una localidad pesquera de 1.600 habitantes que podría ser un punto importante de avistamiento de ballenas si la iniciativa del MERI se concreta. Allí los niños dibujan ballenas en el liceo, y en el verano ven los chorros desde el cerro.
A las siete de la mañana del cuarto día todos se ponen tensos. Es hora de llamar la boya, y si algo falla otros seis meses se perderán. Fred comanda las acciones y los demás permanecen en silencio. Susannah luce nerviosa, mientras Fred activa el mecanismo una y otra vez, sin que la boya dé señales de vida. Luego de varios intentos, no queda más que esperar a que el aparato salga, pese a no haber hecho contacto. Son diez minutos en que todos miran el mar agitados y nadie se mira entre sí.
De pronto un trozo de plástico amarillo se ve apenas emerger en la superficie del océano, y entre los gritos del equipo el barco gira para que los marineros la suban con un lazo. La boya está cubierta por unas extrañas algas blancas y rojas, que sólo crecen en las profundidades del mar.
En el lugar al que van a cantar las ballenas.
El sueño de Hucke
Cuando el equipo vuelve a Valdivia, Rodrigo Hucke, el hombre que más sabe de ballenas en Chile, los va a buscar en su camioneta azul -bautizada, previsiblemente, la “ballena azul”- y los llena de preguntas sobre lo que vieron en el viaje. Como aún no es época de avistamientos, se sorprende al escuchar que un periodista a bordo del barco fuera el único de la tripulación que vio una ballena, en medio de la tormenta, pasar a pocos metros de la embarcación.
Del techo de la pequeña sala que ocupa el equipo en la U. Austral cuelga una gran orca inflable, bajo la cual Susannah empieza a ordenar el material del viaje. Hucke se sienta en su desordenada oficina, repleta de huesos de ballenas que él mismo ha recolectado. Hay una mandíbula de tres metros de largo, varias costillas, un pedazo de columna y una barba. Del brazo derecho del científico se asoma la cola de un tatuaje reciente.
“Es un cachalote, el mejor nadador de todos”, dice con orgullo. “Aún no encuentro al tatuador para la ballena azul. Todo mi brazo izquierdo está reservado para ella”.
La primera vez que Hucke vio una ballena azul en 1997, después de buscarlas durante años, se quedó helado. La gente suele gritar, sacarse fotos, pero él sólo pudo callar. No podía creer que un mamífero, igual que él, fuera tan enorme y tan distinto. Luego vería cientos de ellos y comenzaría su interminable batalla -en la cual llegó a frenar 1.700 concesiones de pesca- por lograr que las autoridades las protejan. Pero no ha perdido la esperanza. Cree que con esta nueva etapa, centrada en la ciencia, va a conseguir resultados. “Tú no puedes querer lo que no entiendes, y para entender algo primero tienes que estudiarlo”, asegura. “Vamos a refinar tanto nuestra información que va a ser ineludible que pase algo”.
Ya tienen varios resultados preliminares, obtenidos de los miles de archivos de las dos primeras boyas del MERI, entre ellos la existencia del décimo canto; la enorme cantidad de vocalizaciones, que podría significar un número de ballenas mayor de lo estimado, o abriría la pregunta de por qué aquí cantan más que en cualquier otra parte del mundo; y la presencia, además, de ballenas jorobadas y azules antárticas. Por último, la grabación de un sonido nunca antes identificado, que podría tratarse del primer registro a nivel mundial de ballena sei, en peligro crítico de extinción y la más difícil de ver.
Con toda esa información, piensan diseñar un proyecto de tres zonas marinas costeras protegidas de uso múltiple de menor tamaño, en el golfo, al norte de Chiloé y en Valdivia, que comprenderían 35 mil km cuadrados.
Hucke ha dedicado su vida a las ballenas, pero aún le quedan dos sueños que necesita cumplir antes de morir. El primero: lograr cambios que permitan resguardar a estos animales en Chile, ya sea con la idea de las tres zonas, o tal vez con una red de boyas que transmitan en tiempo real y permitan guiar a los buques que vayan pasando.
Su otro sueño, en el que piensa constantemente, es tan poderoso que al confesarlo parece emocionarse: quiere encontrar el lugar donde se reproducen las ballenas.
“Es lo que más me gustaría saber, pero no lo publicaría jamás. Nadie en el mundo ha visto nunca a una ballena azul reproduciéndose. Es su secreto mejor guardado”, dice. “Me gustaría encontrar un lugar en donde nadie llegue, y dejarlo así como está. Y morir calladito”.
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