Da lo mismo cuánto tiempo llevamos en el mundo
desde que adquirimos «uso de razón»:
el gallinazo humano siempre nos sorprenderá
con su ímpetu, su obcecación,
su necesidad de imponer convicciones.
Lo hemos visto durante todos estos
largos días aledaños al fin del mundo.
Infinitos mensajeros de lo inefable
-alguno de ellos balbuceantes, rústicos-
han ido ocupando en rotativa
las pantallas de la televisión
con admoniciones apocalípticas.
Bla bla bla, qué manera
de usar el músculo de la lengua,
cuánta palabra disparada,
cuanta certeza emitida
con la voz apretada de un fanático.
Se ha tratado de un festival
o de un bombardeo
en el que han participado
los canales cultos y los incultos.
Taumaturgos enfebrecidos
resucitan a sacudones
el fantasma de la peste negra,
la extinción de los dinosaurios,
la destrucción de Sodoma y Gomorra,
la bomba atómica,
las visiones de Nostradamus,
las vinculaciones de los druidas
con los extraterrestres,
todo eso mezclado,
en un sonoro cambalache,
con las alarmas
del calentamiento global,
la inversión de los polos,
la siniestrura del Fondo Monetario Internacional,
los escupos radiactivos del Sol.
Parece que es mucha
la necesidad de verdades
y de pautas de acción demarcadas.
Esta gente confía más en los mayas
-cuyo mundo realmente no entendemos-
que en las evidencias
de la observación de todos los días,
la que nos arroja una visión
un poco ambigua de la existencia.
Da la impresión de que hay momentos
en que la falta de respuestas trascendentales
produce en la masa una desesperación tal
que se expone a seguir las paparruchas
de cualquier discurso coherente,
sobre todo si éste apunta
a la emoción primordial del miedo.
Es abismante, en este sentido,
sue Hitler sea hoy una caricature,
un protagonista del ridículo,
en circunstancias de que
hace sólo unas décadas
hablaba muy en serio
y tenía a millones de sujetos
en el dedo meñique.
El fin del mundo
ha sido pasto de moralistas,
que están en todas partes
y saben actuar rápido.
Mientras uno se demora
en dudas que considera razonables,
el moralista salta, levanta la voz
y consigue una audiencia.
Algunos ya empezaron:
no hay que caer en pánico,
nadie está diciendo
que habrá destrucción,
no, lo que sucederá
es que la humanidad
entrará en un nuevo
ciclo de conciencia,
en "un nivel superior de vibraciones".
¿Cómo saben esas cosas?
Sepa Moya, el hecho es
que con una sonrisa beatifica
nos quieren decir
que somos culpables,
que hemos equivocado el rumbo,
que no estamos viviendo
según "las reglas del universo",
que alguien, un dios (con minúscula),
una entidad, un remoto marciano,
nos está ofreciendo
una oportunidad de crecer.
Ha sido mucha e imperdonable
transferencia de angustia.
Como estos expertos
en el Armagedón van a seguir
estrujando su tribuna
-esta vez para justificar por qué
el 21 de diciembre no pasó nada-,
sugiero poner el televisor en «mute»
y observar sus gestos,
las mandíbulas adelantadas,
los ojos huidizos, y en la piel
el sudor frío del falso hierofante*.
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*: Hierofante era un rango
dentro de los sacerdotes
de la antigua religión griega
al que se le consideraba
un intérprete de los misterios sagrados
y era el encargado de instruir
a los iniciados en dichos misterios.
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