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Amores de película por Jorge Edwards



Diario La Segunda, Viernes 07 de Diciembre de 2012
http://blogs.lasegunda.com/redaccion/2012/12/07/amores-de-pelicula.asp
Veíamos “Les enfants du Paradis” en elSantiago de fines de los años cuarenta, de comienzos de los cincuenta. Si alguien quisiera describir la atmósfera de aquello que más tarde se bautizó como “generación del cincuenta”, tendría que escribir un buen ensayo sobre la película del joven Jean Louis Barrault y de la ya madura y hermosa Arletty. La película se filmó en el sur de Francia entre 1943 y 1945. Es decir, en plena guerra mundial y capeando la censura con los medios más diversos. En tiempos en que se enderezaba un clavo para volver a utilizarlo, en que los niños sacaban los gusanos de los tallarines, pacientemente, con ayuda de un alfiler, en que faltaba el pan, escaseaba la leche y la carne de primera no se conocía ni de vista, se construyó en estudios un barrio entero de París y trabajaron en la obra cuatro o cinco de las grandes estrellas del cine de ese período. Parece inverosímil. Pero se trabajaba por nada, y los decoradores, los artesanos, los carpinteros, hacían milagros extraordinarios. Había en todos un espíritu de combate, de orgullo, de lucha. En la película se hacía resucitar el París de 1828, el de Honorato de Balzac, el de los poetas románticos. Nosotros, en Chile, sabíamos poco de esas cosas, de esa época, pero recibíamos un mensaje vibrante, original, lleno de misterio. Es una historia de amor o de amores cruzados. Y es la biografía novelada de un gran mimo del siglo XIX, Baptiste Deburau.
Fue Barrault, a quien vimos en Santiago, con toda su compañía, algunos años después, allá por 1953 o 1954, el que le propuso al poeta Jacques Prévert, en plena ocupación nazi, la idea de inspirarse en Baptiste Deburau para hacer una gran película. Tema central era el teatro mismo, el teatro dentro del cine y, dentro de todo, cine y teatro, la mímica. Los veinte minutos de actuación de Baptiste-Barrault en calidad de mimo en el teatro de los Funambules, con gestos y movimientos silenciosos, alados, de un blanco fantasmal, trastornaron a los jóvenes del Chile de esos días. Alejandro Jodorowsky, inspirado, tocado por la varita mágica, se puso a trabajar de mimo e inventó diversas piezas del género. Tuvo de inmediato a seguidores de notable talento. Creo que Santiago se convirtió en un centro de la mímica en América Latina. Todos íbamos a mirar su trabajo en la casa del coro de la Universidad de Chile, por la segunda o tercera cuadra de la calle Lira. La película de Marcel Carné, de Jacques Prévert, de Barrault, era un filme sobre el teatro y sobre un pasado irreal, salido de la memoria y de la imaginación pura. Alejandro Jodorowsky me llama por teléfono, después de años bastante largos. Me pregunta si tengo algún disco de Rosita Serrano. Quiere terminar una nueva película suya con un eco de esa voz delpasado. Rosita vivió en Berlín, no sé si en la guerra o en la preguerra, y dicen que le cantó al mariscal Goering al oído. No es un timbre de gloria, desde luego, pero es parte de una leyenda. Me acuerdo de Rosita en el Santiago de los años noventa, octogenaria, elegante, delbrazo de un galán de sesenta. Menos mal que Goering, fantasma gordo, aparición poco interesante, no se divisaba por ningún lado.
En “Les enfants du Paradis”, película sobre los años del romanticismo, sobre aquello que André Breton llamó más tarde el “amour fou”, el amor loco, Arletty es la belleza absoluta, el enigma, el eterno femenino. Todos los personajes principales están enamorados de ella: Lemaître, el gran actor de la época; Baptiste, el mimo; Lacenaire, el delincuente; el conde de Montray, el snob de alto vuelo. Baptiste termina tragado por la multitud que celebra el carnaval. Lacenaire asesina a Montray en una casa de baños turcos. Arletty se aleja en un coche de lujo, solitaria, melancólica. Lemaître sigue en las tablas, frente a una galería delirante, al “Paraíso”. Hablamos, pues, de los hijos de esa galería: de la ilusión teatral, del drama que fluye por debajo de las apariencias. En algunas escenas, Arletty es una estatua mitológica de color blanco, de carne transformada en yeso, armada de un tridente.
La película se pudo ver en París en los primeros meses de 1945, cuando la ciudad había sido liberada de sus ocupantes nazis, pero antes de que terminara la guerra. En los tiempos de la depuración de posguerra, Arletty fue acusada de haber tenido a un joven oficial alemán de amante. Fue un proceso en forma, seguido con enorme pasión por todos los que habían visto la película, esto es, por casi toda Francia. Ella tenía una marca de fábrica: la desconcertante sinceridad, el uso del lenguaje sin tapujos. Cuando el fiscal la acusó de haber sido una mala francesa, contestó de inmediato: mi corazón es ardientemente francés, pero mi sexo (y usó una palabrota popular y callejera, de una elocuencia máxima) es internacional.
Entiendo que fue absuelta. Y si ustedes ven ahora la película, seguro que también absuelven a esa heroína del amor loco. El Bulevar del Crimen, la mirada de Arletty, la mímica de Baptiste/Jean-Louis Barrault, con sus movimientos ingrávidos, eran los anuncios de una sensibilidad nueva, la del existencialismo, la de Jean-Paul Sartre y Albert Camus, la de Huis Clos (el infierno son los otros), la de El extranjero y El malentendido. 

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