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Comentario a propósito del reciente debate mercurial sobre el aborto‏



Las sabios de este mundo dicen
que una mujer embarazada,
técnicamente aún no es madre.

Los eruditos de la lengua
afirman que una criatura
en el útero materno
no es inocente
porque no tiene conciencia.

La conciencia…
¿qué sabemos de la conciencia?
Cuál es el instante mágico en que surge.
Sólo, a veces, sabemos cuando se pierde la inocencia.

Ser inocente es estar libre de culpa.

El hecho es que la criatura no deseada
que aún no ha nacido debe ser sacrificada.

No es un ser humano, nos dicen.
Es un aglomeración de células.

Es un problema del que hay que deshacerse
de una forma civilizada, sin molestia alguna,
no en condiciones insalubres de país tercermundista.
Aprendamos de los países avanzados, nos dicen.

Los que está claro es que somos nosotros  
los que no tenemos conciencia;
somos nosotros los que auspiciamos, 
justificamos y promovemos crímenes 
en nombre de los más altos valores: 
el derecho a la libertad absoluta y sin límite alguno;
que nuestro proyecto de vida no se vea truncado.

Al mismo tiempo, 
no movemos un dedo
por brindar verdadero apoyo
a las mujeres en dificultad.

Somos ágiles para digitar en el teclado,
sin movernos de la trinchera,
desde la azotea donde actuamos 
como francotiradores virtuales.

Perdónennos porque no sabemos lo que hacemos.
Perdónennos porque no tenemos idea 
de las barbaridades que decimos.

Nadie está libre de cometer errores.
Nadie está libre de decir estupideces.

Lo grave es el énfasis que ponemos en decirlas.
Lo obstinados y obtusos que podemos llegar a ser
con tal de imponer nuestro punto de vista,
el pueril afán de querer tener siempre
la última palabra. Qué importa la verdad,
qué es la verdad, ¿no es verdad Herodes?
¿no es cierto, Pilato?; nunca en duda, 
siempre persistente en el error,
con arrogancia, con agresividad, 
fríos como pescado, con falsa compasión,

¿Somos inocentes de esa sangre derramada?,
tal vez, porque no tenemos conciencia.

Hacemos gárgaras 
con el conocimiento científico, 
interpretando mañosamente la evidencia,
ignorando lo que no calza con nuestros prejuicios.

Lanzando sobre las cabezas de los demás
supuestos acuerdos de elevadas 
y prestigiosas sociedades científicas, 
sin comprender que la ciencia
trabaja imaginativa y laboriosamente
para obtener verdades provisionales,
arduamente debatidas y nunca
completamente consensuadas.

El prestigio no sirve en la frontera
del conocimiento, para el
que se requiere muchas veces,
nuevas formas de pensar,
desafiando el conocimiento establecido.

Ojalá que, además, de tanto conocimiento
pudiésemos extraer un pequeño destilado de sabiduría.

No hay alegría allí, en lo que nos dicen.

Tal vez porque han eliminado sistemáticamente
la posibilidad de que las sonrisas de tantos niños
iluminen al mundo y nos enseñen un camino distinto,
el de la gratuidad, el de la abnegación, el de la entrega;
lejos del egoísmo y de tantas miserias
que cargamos, de las cuales no sólo nos cuesta
tanto desprendernos, sino que terminamos
enarbolándolas con soberbia como nuestro mayor orgullo...


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