Diario El Mercurio, martes 25 de diciembre de 2012
Este niño que nace en la pobreza de Belén
y muere en el desamparo de la cruz,
¿qué ha traído al mundo, al hombre, a la historia?
Años atrás, el teólogo Joseph Ratzinger
contestó así: nos trae a Dios.
Esta respuesta parece irrespetuosa
para con los monoteísmos no cristianos,
que los cristianos apreciamos altamente;
irrespetuosa también para con los innumerable sabios
que han levantado su intelecto hasta dar con el Ser infinito,
y a quienes tanto tenemos que agradecer.
¿No nos han hablado todos ellos del Dios único?
Y sin embargo…
lo diré con palabras muy superiores a las mías,
las de François Mauriac:
«Confieso que si no hubiera conocido a Jesucristo,
Dios sería para una palabra vacía de sentido.
El Ser infinito me sería inimaginable.
El Dios de los filósofos y de los eruditos
no ocuparía ningún lugar en mi vida moral.
Fue necesario que Dios
se sumergiera en la humanidad,
y que en un preciso momento de la historia,
en un determinado punto del globo,
un ser humano, hecho de carne y de sangre,
pronunciara ciertas palabras,
cumpliera ciertos actos,
para que yo cayera de rodillas».
¿Qué palabras, qué actos?
Todos los de Jesús:
su nacimiento en Belén,
su muerte en la cruz,
su resurrección, todo su ser,
todas sus palabras y gestos y miradas,
todas sus parábolas.
Yo no conozco, por ejemplo,
en la entera literatura universal
un par de páginas que digan
de manera más profunda
y conmovedora ¡y sencilla!
el gran secreto del mundo:
la relación de Dios misericordioso
con el hombre pecador,
tal como lo dice la parábola del hijo pródigo,
esa historieta al alcance de los niños,
ese texto que ni todos los teólogos
de la historia consiguen agotar.
Por eso entiendo bien la razón de los soldados
que fueron a aprehender a Jesús por encargo
de los sumos sacerdotes y fariseos, y que,
habiéndolo escuchado hablar unos minutos
vuelven con las manos vacías y, ante el enojo
de sus superiores, explican por qué no osaron
ponerle un dedo encima: «Es que nunca
jamás habló así hombre alguno sobre la tierra».
Podemos añadir que este niño, este crucificado,
nos trae la liberación del pecado.
Es cierto que muchos contemporáneos
sonríen ante este nombre y prefieren
llamar simplemente error o desliz
al mal profundo del corazón humano.
Es Cristo quien nos salva
de la raíz última del mal,
se lo llame como se lo llame.
Salvación es aquella meta última,
que seguirá pendiente incluso
si el hombre hubiera alcanzado
todas las demás metas posibles
de la existencia.
Salvarse es ser acogido dentro
del corazón infinito de Dios,
en el tiempo y la eternidad.
Justamente eso es
lo que el niño de Belén
y el crucificado del Gólgota
trae a este pobre mundo nuestro
que, más allá de la prosperidad,
el placer o la tecnología,
es la salvación de Cristo
la que, lo sepa o no,
está pidiendo a gritos
porque imperiosamente lo necesita.
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