Digamos providencia | ||
Por Leila Guerriero Diario El Mercurio, Revista Sábado 15 de diciembre de 2012
Digamos, por ejemplo, Providencia. Digamos Providencia. Digamos una isla de diecisiete kilómetros cuadrados en el mar Caribe, parte del archipiélago que también forman San Andrés y Santa Catarina, a doscientos kilómetros de Nicaragua y a setecientos del país a cuyo territorio pertenece desde 1822: Colombia. Digamos, entonces, Providencia. Digamos una isla que no comparte, con otras de la zona, el folklore for export habitual: el resort de lujo, los daikiris, la playa de kilómetros de arena. Digamos una isla con playas breves, con un mar y un arrecife prodigiosos, en la que el mayor centro urbano es un caserío llamado Santa Isabel donde la gente se encuentra y conversa en el mercado, o en la heladería, o en el puesto de bebidas que está junto al puente que cruza sobre un pequeño canal. Digamos, en fin, una isla donde viven cinco mil personas y donde, desde hace doscientos años, la forma de subsistencia es una sola: la pesca.
Digamos, ahora, un conflicto. Digamos Nicaragua, que reclama desde hace años jurisdicción sobre ese mar y ese archipiélago. Y digamos, ahora, un tribunal. Digamos la Corte de La Haya que, en 2006, decide que las islas del archipiélago son de Colombia pero que, para decidir acerca de todo lo demás -el agua que rodea, algunos cayos- se toma un tiempo. Digamos, ahora, un día. Digamos el lunes 19 de noviembre de 2012. Digamos que ese día la Corte finalmente decide que Colombia es soberana sobre siete cayos que estaban en litigio y sobre doce millas marinas que los rodean y otorga, a Nicaragua, el resto: el resto del mar. Cien mil kilómetros cuadrados de mar. Digamos, ahora, gente. Digamos pescadores. Digamos que, al escuchar el fallo, los pescadores de San Andrés y Providencia celebran con júbilo porque no han entendido, y creen que lo que acaban de escuchar es una buena noticia: que si les dejan los cayos, les dejan todo. Pero después alguien les explica, y les dice que los cayos sí pero que las aguas no, y entonces los pescadores se espantan porque la pesca no está en esas doce millas que les dejan sino en las cientos de millas que les quitan y en las que ellos -y antes sus padres y antes sus abuelos- pescaron sin restricción durante los últimos dos siglos. Digamos que siguen, a eso, días en los que se habla de compañías pesqueras yéndose a la ruina, de mil familias de pescadores artesanales perdiéndolo todo, de Nicaragua -donde la noticia es recibida con euforia- aspirando a explotar el petróleo en la zona y de la inevitable contaminación. Digamos que, durante días, en Colombia no se habla de otra cosa y que el Presidente Juan Manuel Santos viaja a las islas para reunirse con los pescadores y que los pescadores, aterrados, tienen un solo clamor: que desacate el fallo porque, si no, los mata. Digamos que días después se produce el retiro formal de Colombia del Pacto de Bogotá, que le concede potestad a La Haya para resolver diferendos a futuros, pero que, por ahora, y así como está, el fallo es inapelable.
Digamos, ahora, un hombre. Digamos un hombre de cincuenta años llamado Santiago Taylor que aprendió a pescar con su abuelo, Míster On, y que vive en Providencia, en un terreno que heredó de su padre, en una casa a diez metros del mar, en una zona llamada Punta San Juan. Digamos un pescador. Digamos el padre de Naomi Taylor, de nueve años, y de Natalie Taylor, de más de veinte, que está a pocos meses de conseguir su título de bióloga marina en una universidad de Bogotá. Digamos el capitán de un barco que pasa quince días en el mar junto a su tripulación y que sólo gana dinero si regresa con una buena pesca y que, si no, no gana nada. Digamos uno de los diez hijos de un profesor de escuela que el lunes 19 de noviembre a las nueve de la mañana está, como casi todos los hombres y mujeres de su isla, frente a la pantalla que la Casa de la Cultura ha instalado para escuchar en vivo el fallo de la Corte. Un hombre que está ahí, bajo la lluvia pertinaz de las últimas dos semanas, y que, cuando los jueces dicen que los cayos sí pero que las aguas no, entiende perfectamente lo que eso quiere decir: entiende que eso es la muerte. Digamos un día que comienza con un hombre saliendo de su casa como un pescador con treinta años de oficio y termina con ese mismo hombre regresando a su casa sin saber quién es, preguntándose cómo va a hacer para pagar la universidad de su hija más grande, preguntándose si alguna vez podrá enviar a la universidad a su hija más pequeña, preguntándose con qué va a pagar la luz y la comida el mes que viene porque no hay nada en el mundo que él sepa hacer, dice Santiago Taylor, salvo pescar, y si le quitan el mar le quitan todo, porque él es pescador y quiere serlo hasta que Dios lo quiera, hasta que Dios disponga lo contrario, porque le gustan las cosas del mar -la pesca, el viaje, la faena- y porque el mar le ha dado todo -su casa, el barco, el alimento- y que así ha sido siempre, y que así iba a ser después, pero que ahora les han quitado el mar, y que si les quitan el mar les quitan todo -la pesca, el viaje, la faena, la casa, el barco, el alimento-, y que los van a matar, que así los matan.
Digamos un día de noviembre, Providencia, el mar, las islas, unos cayos, el fallo de unos hombres, la vida de los otros.
Digamos, ahora, Nicaragua. Digamos gente que, allá, prepara por primera vez sus redes. Digamos gente que sueña con mandar a sus hijos a la universidad. Digamos gente que, por primera vez, quizás lo logre.
Qué difícil. Qué oscuro llamar justicia a una o a alguna de todas esas cosas.
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Digamos, por ejemplo, Providencia ( a propósito de La Haya)
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