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El toque artístico-demente‏



Arte y Locura
El toque demente
por Claudia Donoso
Revista Paula, septiembre 1997 
Edición Especial - 30 Años

Todos los artistas son un poco locos,
pero no todos los locos son artistas.

Aquí abordamos el arte marginal
y fuera de la norma de los dementes,
cuyo rescate ha sido uno de los
hitos culturales del siglo XX.

________________________________

Así como para los pintores cubistas 
el descubrimiento del arte africano
resultó clave como referencia estética,
el arte de los enfermos mentales
y de otros olvidados fue celebrado
por los surrealistas franceses
y por creadores vinculados
al expresionismo alemán y a la Bauhaus.

«Poseen una fuerza expresiva 
que no alcanzaré jamás»,
exclamó Paul Klee cuando,
a mediados de los años veinte,
cayeron ante sus ojos unos dibujos 
de asilados de hospitales siquiátricos.

El talante de su comentario
coincidió con la dinámica de los cambios
que, en múltiples esferas, irían modificando 
la sensibilidad contemporánea.

Por ejemplo, 
la noción de «inconsciente»
instalada por Freud
-y que actualmente forma parte
de nuestro vocabulario corriente-
fue una auténtica revolución.

La existencia de un subsuelo síquico
regido por leyes diferentes
y muchas veces en conflicto
con nuestro comportamiento de superficie
abrió un universo inédito de exploraciones
no sólo en el tratamiento de los trastornos mentales,
sino también en el campo del arte.

El admirativo comentario de Klee
y las indagaciones que personajes
como André Breton y Max Ernst
emprendieron en torno
a creaciones surgidas
en los asilos siquiátricos
no habrían ocurrido si paralelamente,
y en los propios centros asistenciales,
un par de médicos 
-Hans Prinzhorn, en Alemania,
y Walter Morgenthaler, en Suiza-,
animados por la idea 
de establecer diagnósticos
a partir de las obras de sus pacientes,
no hubieran empezado a coleccionarlas.

La labor de archivo que iniciaron estos siquiatras
fue pionera y valiosísima, pues hasta esa fecha
este tipo de trabajos no se conservaba
y nada se sabría hoy día de ese asunto.

Pero, aparte del esfuerzo de Prinzhorn y Morgenthaler,
ninguno clasificó, catalogó y peleó tanto
por darle un espacio al arte de los enfermos mentales
como el pintor francés Jean Dubuffet.

Obsesionado con la idea de sacar a la luz pública
manifestaciones fuera de la norma generadas en espacios 
alejados de «cultura de académicos e intelectuales»,
Dubuffet comenzó hacia 1945 su famosa
e histórica Collection de l'Art Brut.

El propósito de hacer visibles tipos de arte
alejados de los circuitos profesionales
y fuera de toda tradición,
y el impulso de reunir producciones concebidas 
no sólo por personas mentalmente  perturbadas,
sino también por otros autores autodidactas
que al ejecutar sus trabajos no pensaban
en destinatario alguno ni reclamaban para éstos
el status de «obra de arte», le parecieron a Dubuffet
intenciones dignas de concretarse.

Así fue como la colección de «arte bruto»
que armó a lo largo de veinticinco años
llegó a contar con cuatro mil obras de 133 autores.

Aunque el pintor inició su trabajo de compilación
a partir del descubrimiento de Prinzhorn y Morgenthaler,
no tardó en ampliar su registro para darles cabida
a otras manifestaciones marginales 
que encontró en pueblos perdidos,
en villorios campesinos,
en la mansarda de alguna solterona
o en el patio de un jubilado.

Del conjunto de autores anónimos presentes
en la colección reunida por Dubuffet destaca 
Aloïse Corbaz, nacida en Suiza en 1886.

Después de una carrera frustada de cantante lírica,
se declaró enamorada del káiser Guillermo II
y hacia 1913 se sumió en delirios religiosos
y en estados alterados de ansiedad 
y exaltación incontrolables.

En 1918 la internaron en el sanatorio de Céry,
cerca de Lausanne, diagnosticándosele demencia.

Su estado evolucionó hacia el autismo
con explosiones de violencia episódica,
hasta que poco a poco se acomodó
a su vida en el asilo.

Edificó con palabras ininteligibles
una barrera entre ella y los demás,
encontrando alivio al transformarse
en una eximia y primorosa
planchadora de ropa,
y a partir de 1920 empezó a pintar.

Al principio lo hacía escondida en los baños
y todo lo que realizó hasta 1936 se perdió.

Ese año llegó al centro asistencial
la doctora Jacqueline Poret-Forel,
quien logró establecer 
un contacto afectivo con Aloïse;
le proporcionó materiales
y se aplicó en la conservación
de sus dibujos.

Según la doctora Porret-Forel,
por esa época Aloïse demostraba
una perfecta lucidez y se autodescribía
como «una de esas viejas señoritas
que alguna vez tuvieron miedo
y que todavía no se atreven
a decir ni sí ni no».

No tenía la fuerza ni el deseo
de enfrentar el mundo de afuera
y entró en la locura
como quien entra en un convento.

«No era loca para nada. Simulaba
y se había sanado a sí mismo hacía tiempo»,
diría Jean Dubuffet, quien la conoció
hacia el final de su vida.

El caso de Adolf Wölfli (1864-1930)
es uno de los más famosos
en la historia del arte siquiátrico.

Nacido en la región de Berna
de un padre cantero y una madre lavandera,
Wölfli quedó huérfano a los ocho años.

Después de hacer el servicio militar
cayó varias veces en prisión
tras reiterados intentos de violación
y a los 30 años fue internado
en el hospital suizo La Waldau.

Muy agresivo con los otros asilados
y con los guardias, lo relegaron
a una celda donde vivió 
completamente aislado
durante veinte años,
hasta que un buen día
se las arregló para conseguirse
un lápiz y comenzó a dibujar,
a escribir y a componer música.

En uno de sus textos
describe unos personajes
que llama «las ondinas del Amazonas»:

"Son seres humanos completos
con una pequeña cola de mono
y un maravilloso par de alas para volar,
astutas y entretenidas al más alto grado,
alcanzan su extrema vejez a la edad 
de 28 años, 30 como máximo".

Wölfli fue el gran favorito
del doctor Morgenthaler,
quien estudió su caso 
por el lapso de una década.

En 1921, 
debido a su buen comportamiento,
lo autorizaron a salir del asilo
y descubrió en una librería
la monografía que 
el médico le había dedicado.

De ahí en adelante
se consideró a sí mismo
como el más grande artista
de su época, cosa que
no puede ser tomada
como signo de demencia,
puesto que eso suele ser también
lo que cree la mayoría 
de los artistas (supuestamente) cuerdos
que se encuentran en libertad.

Adolf Wölfli llegó 
a acumular trece mil dibujos 
y cuarenta y cuatro cuadernos
con historias inventadas
y partituras musicales.

También escribió
su autobiografía,
La Leyenda de Saint Adolf,
y alcanzó a componer
sun propia marcha fúnebre.

Uno de los artistas más emocionantes
y únicos repertorios por los archivos
del art brut es Vahan Poladian, 
un armenio que se transformó 
en metáfora viva y testimonio ambulante 
de la catástrofe sufrida por su pueblo.

Nacido en 1902,  cuando su país 
ya había sido masacrado por los turcos
-que asesinaron a un millón de personas-,
perdió a toda su familia en persecuciones
y matanzas posteriores.

Invadido por el sentimiento
de extinción de su raza,
y tras exiliarse sin haber logrado
reintegrarse a ningún tejido 
social, cultural ni afectivo,
Poladian desembocó, 
a los cuarenta años,
en el pequeño pueblo francés
de Saint Raphael, donde se acogió
a una institución para refugiados
de la devastada nación armenia.

Allí, y de pronto, 
fue presa de un delirio inventivo.

Con los escasos tres francos diarios
que le otorgaba su pensión,
se las arregló para ir comprando 
borlas de cortina, perlas y esmeraldas falsas,
trozos de brocado, medallas de a chaucha,
pelotas de pimpón, adornos navideños,
pedazos de metal y otra serie
de maravillosos materiales de segunda mano
para confeccionar coronas, cetros, 
sombrillas y trajes de gala.

En las tardes, y como una mariposa
que rompe su crisálida, emergía
de su dormitorio ataviado como un rey
y paseaba bendiciendo a los transeúntes.

Cada día y hasta su muerte, en 1982,
Poladian mantuvo este rito que 
acompañaba de una risa inextinguible
y que fue la revancha simbólica
mediante la cual celebró el recuerdo 
de una Armenia lejana y difunta.

En el número de junio 
de la revista norteamericana Art Forum,
se rescata la obra de otro artista marginal
cuyas creaciones sorprenden
por su originalidad inclasificable.

Se trata de Henry Darger,
un hombre que prefería
no conversar con nadie,
pero que, cuando se veía
obligado a hacerlo,
sólo hablaba del tiempo:
tenía temor de que 
si ponía temas menos anodinos,
lo internaran nuevamente en el asilo
de donde había logrado escapar.

Murió en 1972, a los 80 años.

Apenas un tiempo antes fue que,
muy débil para subir las escaleras,
le pidió ayuda a Nathan Lerner,
el fotógrafo que le arrendaba
desde hacía 25 años una pieza,
quien se encontró así
con el increíble universo
de este artista secreto.

Su cama estaba tan llena de cosas,
por lo que dormía en una silla rodeado 
de infinidad de pinturas, cordeles,
cartones, botellas de Peptobismol
y manuscritos que, después de comprobó,
sumaban más de quince mil páginas.

Trabajaba con acuarelas 
sobre pedazos de periódico pegados
en paneles pintados por los dos lados.

Calcaba imágenes de niñas
y las repetía obsesivamente,
construyendo narraciones visuales
en apariencia idílicas 
que tras una segunda mirada
revelaban su contenido perturbador.

Se sabe que la madre de Darger
murió al dar a luz a una niña,
la cual habría sido entregada en adopción.

¿Fue acaso la ausencia de su hermana
la razón de la causa de la fascinación
de Darger por las niñitas?

¿Estaba recuperando a través
de sus figuraciones la posibilidad
de una infancia añorada?

Por otra parte, 
junto con los paisajes de ensueño,
en los cuadros de Darger 
las niñas también son clavadas
y estranguladas por adultos
siempre en guerra con los niños.

La reciente retrospectiva de Darger
-cuyas pinturas de colores planos
recuerdan las de Lichtenstein y Warhol-
organizada por el American Folk Art Museum,
volvió a poner en el centro del debate
un arte que también en su caso
cumplió con la función
de sublimar lo intolerable.

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El temor a la locura
no nos llevará a arriar
la bandera de la imaginación...

                        André Breton

¿Cómo es la cosa?

El tema del vínculo entre creación y locura es complejo
y resulta particularmente intrigante, porque plantea preguntas
acerca de la naturaleza del fenómeno artístico.

Se dice que todo artista debe contar 
al menos con un "grano de locura",
pero no todos los que pierden la brújula
se convierten en artistas.

Proporcionalmente, la cantidad de artistas
que se da entre enfermos mentales
es equivalente a la que se registra
entre quienes han perdido la razón.

[Chesterton, creo, decía que el loco
es aquel que ha perdido todo menos la razón.]

Por otra parte, en las colecciones que se conservan
en los establecimientos psiquiátricos,
las obras realmente inventivas son la excepción
en una masa de producción tan estereotipada
como la que también se observa en las galerías de arte.

Otro dato curioso: 
la actividad "artística" de los enfermos mentales
alcanzó su grado más alto de expresividad 
en la época en que fue más reprimida.

Parece ser que, en la medida en que estas obras
dejaron de ser una respuesta clandestina y de rebelión 
frente al sistema de control de los sanatorios,
perdieron sentido para los internos.

También hay que mencionar que
la fisonomía de los hospitales siquiátricos
cambió completamente con 
la irrupción de las drogas narcolépticas
-la forma actual de controla a los enfermos-,
las cuales, junto con anestesiar el sufrimiento síquico,
provocan un estado general de embrutecimiento.

Esa, según se ha reportado, fue una de las causas
de la disminución de las expresiones plásticas
en los hospitales siquiátricos.

____

Otros «locos-artistas»: Heinrich Anton Müller,
Marcomi, Maisonneuve, Catharina Dtezel,...

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