Vengo para hacer Tu Voluntad
[Introducción a El Domingo Día del Señor
Año XXXVII, N˚1.984
Domingo Cuarto de Adviento, 23 de Diciembre de 2012]
En el centro de la espera
ya no está la última venida de Cristo,
sino la primera, su nacimiento en Belén,
profetizado por Miqueas en la primera lectura.
Es su venida como criatura, como ser humano,
que celebramos pasado mañana
en la solemnidad de la Navidad,
la segunda fiesta más importante
del año litúrgico después de
la Pascua de Resurrección.
La carta a los Hebreos
pone hoy en boca de Cristo:
«Tú no has querido
sacrificio ni oblación;
en cambio me has dado un cuerpo».
Es verdad: el Padre dio al Hijo
un cuerpo de hombre,
nacido de mujer,
para que por medio de ese cuerpo
llegara a la humanidad la salvación.
Ese pequeño cuerpo
tierno de recién nacido
que contemplaremos
en pocos días
es el mismo cuerpo que fue,
treinta y tantos años más tarde,
clavado en la cruz,
entregándose por todos.
El pesebre y la cruz
son los dos maderos de la redención.
Uno para nacer, el otro para morir.
El mismo Jesús que al final de su vida,
en el huerto, se inclinó a la voluntad del Padre
aunque no quería beber el cáliz de la muerte,
dice, en la segunda lectura de la carta a los Hebreos:
«Aquí estoy, yo vengo para hacer tu voluntad»
Para hacer la voluntad del Padre,
el Hijo se hizo carne, cuerpo,
hombre en María, la Virgen madre
que también había dicho:
«Hágase en mí según tu Palabra».
Por su fidelidad pudo escuchar
de su prima Isabel
esas extraordinarias palabras
que leemos hoy en el Evangelio:
«Feliz de ti por haber creído
«Feliz de ti por haber creído
que se cumpliría lo que te fue anunciado
de parte del Señor».
Esa misma felicidad de la Virgen María
es la que queremos vivir
en la inminencia de la Navidad.
En el seno de la Iglesia,
Jesús vuelve a nacer
para hacer la voluntad del Padre
y enseñarnos a orar:
«Hágase tu voluntad,
en la tierra como en el cielo».
Así sea.
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