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Reformismo: Triste, solitario y final



por Fernando Villegas, Diario La Tercera 02 de Junio de 2012


Como reformar es mucho más dificultoso que simplemente seguir las rutinas, la tasa de errores es mayor y, por tanto, la tasa de críticas crece exponencialmente.

Un destino fatal ha perseguido siempre a los regímenes reformistas, ya sea que éstos se hayan visto y bautizado a sí mismos de esa forma o, como el tipo que hablaba en verso sin darse cuenta, lo sean en los hechos, aunque no en su discurso. Ese destino consiste en la paradoja de que no tienen herederos aunque dejen un legado. Sus administraciones NO son sucedidas por otra u otras de su sector y hasta ha habido casos cuando sus mandatarios han perdido el cargo antes de la debida fecha. Ejemplos hay a carretadas. En tiempos recientes, Mijail Gorbachov y aun antes, en la misma Rusia, Kerensky. El rey francés más reformista de todos, Luis XVI, perdió el trono y la cabeza. Getulio Vargas, en Brasil, subsanó su ferozmente combatido intento de reformas descerrajándose un tiro en la cabeza. Balmaceda hizo lo mismo. Muchos años después, la administración reformista de Eduardo Frei Montalva, cuyo ”relato”, como dicen los politólogos más siúticos, rezaba “Revolución en libertad” y estaba diseñado para durar 20 años, cayó estrepitosamente al fin de su mandato de seis. Y la verdad sea dicha, la cual diré a costa de ganarme aun más enemigos, la administración Piñera parece encaminarse a la misma melancólica estación terminal. Como en el título de esa patética novela de Osvaldo Soriano, el recorrido de los reformismos es  “triste, solitario y final”.

¿POR QUE?
Buena pregunta. De entre todos los diversos tipos de intentos por cambiar las cosas para presuntamente mejorarlas -golpes de Estado, revoluciones, regímenes reformistas, despotismo ilustrado, la república ideal de Platón con sus pedantes filósofos gobernantes, etc.-, los “reformismos”  parecen ser, desde la mirada retrospectiva de la historia, los mejores o, como mínimo, los menos disparatados, destructivos y fracasados en sus propósitos. Lo son porque su política es esa que los ingleses llaman “piecemeal”, la misma que han practicado a tal punto que aun sus dos revoluciones, la de Cromwell en 1649 y la “gloriosa revolución de 1688” se parecen mucho más a reformas implementadas a la fuerza -y bastante módica- que a revoluciones. Es dicha “piecemeal politics”, expresión que podríamos traducir como “política de cambios a pedacitos”, una sin ambiciones majestuosas; no intenta asaltar el cielo, sino poner orden en la casa tal como es. Toma uno a uno los problemas que son manejables e intenta resolverlos a partir de ellos mismos, con arreglos y composturas ad hoc a veces de lenta implementación, de sólo muy mediano calibre y siempre totalmente carentes de épica. Nada de todo esto sirve para satisfacer el hambre de epopeya de las nuevas generaciones, siempre deseosas de cambiar el entero mundo de golpe y porrazo, pero tienen una virtud fundamental: se pueden poner en práctica sin excesivo daño colateral, a menudo sin sangre derramada y, sobre todo, funcionan.

PARADOJA
Funcionan, sí, como mucho después se comprueba, para la sociedad donde se realizan, pero no para la salud del régimen que las implementa. La razón es simple: un régimen reformista llega a existir porque se han acumulado demasiados problemas no resueltos. Llega un día, entonces, cuando se quiera o no hay que encararlos. Sin embargo, puesto que eso no puede hacerse con los métodos tradicionales, porque precisamente son parte del problema, ha de recurrirse a otros:  han de hacerse “reformas”. Por otra parte, y simultáneamente, el sólo hecho de que existan esas grandes acumulaciones de problemas implica que hay también una gran acumulación de insatisfacciones, resentimientos y rencores.

De ahí, entonces, que un régimen reformista, conformado por gente que pretende al fin tomar el toro por los cuernos, por necesidad encara dos opuestos adversarios tironeándolo de lado y lado: por uno los incumbentes del sistema tal como es, acomodados a sus privilegios o siquiera costumbres y valores, enemigos por tanto de toda reforma significativa; por otro, los resentidos por los problema insolutos, y quienes, viendo siquiera algunas intenciones e intentonas de reforma, se les abre el apetito para mucho más. Los primeros se oponen al régimen reformista por ir demasiado lejos; los otros, por no ir suficientemente lejos.

RESULTADO
Resultado: el régimen es considerado “traidor” por unos y “reaccionario” por otros. No sólo eso: como reformar es mucho más dificultoso que simplemente seguir las rutinas, la tasa de errores es mayor y, por tanto, la tasa de críticas crece exponencialmente. Nadie lo evalúa bien, los aciertos pasan desapercibidos, las fallas resaltan monstruosamente y el desprecio y/o la mala leche es general. ¿Le recuerda a usted algo?

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