por Luis Felipe Lagos
Diario La Tercera, sábado 4 de octubre de 2014
La abrupta desaceleración
que está experimentando la economía
ha llevado a que las autoridades de gobierno
anuncien que la política fiscal
cumplirá un rol contracíclico.
Esto se refleja
en la Ley de Presupuestos 2015,
recientemente enviada al Congreso,
que contempla una expansión
del gasto de 9,8%
y de 27,5% en la inversión.
No obstante, la efectividad
de un estímulo fiscal cíclico
sigue siendo un tema
controversial en economía.
En 2002, Martin Feldstein
argumentaba que existía
un amplio acuerdo
entre los economistas
respecto de que
una política fiscal discrecional
contracíclica no ha contribuido
a la estabilidad, e incluso
ha sido desestabilizadora en el pasado.
El análisis keynesiano clásico
concluye que el gasto fiscal
tiene un efecto multiplicador
que justificaría
la política fiscal contracíclica
al elevar el PIB
y reducir el desempleo.
No obstante,
si las expectativas
de las personas
consideran el futuro
y, en particular,
cómo se pagará
el mayor gasto del gobierno,
su efecto multiplicador
en la demanda agregada tiende a cero.
Además, el rezago
en la implementación
de la política fiscal
lleva a que no sea
un instrumento adecuado
para atenuar
las fluctuaciones cíclicas
y más bien tiende
a ser desestabilizadora.
Este acuerdo
parece haber cambiado
con la crisis financiera de 2008-2009,
cuando los países implementaron
paquetes fiscales muy contundentes.
Sin embargo, la evidencia
respecto de su efectividad
sigue siendo discutible.
Por ejemplo,
las rebajas transitorias de impuestos
aplicadas en Estados Unidos en 2008,
a diferencia de una permanente
que cambia los incentivos, se ahorraron
sin un efecto significativo en el consumo,
que era lo buscado para aumentar
la demanda y reactivar la economía.
En Chile,
el objetivo central de la regla fiscal
es que los gastos de gobierno
dependan de sus ingresos de largo plazo:
ingresos ajustados por el ciclo de actividad
y del precio del cobre.
Esto permite que el gasto público sea acíclico
y no tenga el comportamiento procíclico,
común en muchas economías emergentes,
al expandirse en los momentos de auge
y contraerse en las recesiones,
lo que tiende a agudizar el ciclo económico.
Claramente, los gobiernos
deben incurrir en déficits efectivos
durante un proceso de desaceleración,
pero es la meta del
balance (estructural) cíclicamente ajustado
la que permite determinar
el grado de contraciclicidad de la regla.
Por ejemplo,
para la crisis subprime de 2008-2009,
el gasto se expandió 16,5% durante 2009
y el déficit cíclicamente ajustado
alcanzó 3,1% del PIB, pero no se logró
evitar una caída de 1% del PIB.
En 2015, el déficit
ajustado por el ciclo
sería mayor a 1%, el cual
había alcanzado 0,5% en 2013.
El problema es que
el mayor gasto en el ciclo
puede ser poco productivo,
dada la premura por ejecutarlo
y, además, termina siendo,
al menos parcialmente, permanente,
generando eventuales problemas
de sostenibilidad fiscal.
Si al final la respuesta
es más impuestos,
tendríamos una trayectoria
aun menor de crecimiento
de tendencia de la economía.
Contrario a su discurso,
el gobierno también ha introducido
rasgos de prociclidad en la política fiscal
al incrementar las tasas de impuestos
justo cuando la economía se encuentra
en un punto de bajo crecimiento.
Es claro que un mayor gasto público
financiado con el aumento de impuestos
no tendrá efectos expansivos.
En general, si la abrupta desaceleración
responde a un ambiente de creciente incertidumbre
como argumentamos en la columna pasada,
que mantiene expectativas de menores ingresos
y empleo futuro, un mayor estímulo fiscal
de corto plazo que no apunta a resolver
esto es incapaz de generar
una recuperación sostenida de la actividad.
Los esfuerzos por destrabar
proyectos de energía e infraestructura,
incentivar la productividad,
mejorar la calidad de la educación,
flexibilizar el mercado laboral,
elevar la competencia de los mercados
son bienvenidos; pero no constituyen
una política contracíclica,
sino una para incrementar
el crecimiento de tendencia.
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