Conversaciones en la Catedral
No hay época revolucionaria, de “profundas transformaciones” o siquiera de reformas que no abunde en ardorosas “conversaciones”. Las preceden y las acompañan; terminado el tumulto las sustituyen el alivio y la jarana. ¡Cómo disfrutó y se relajó París luego de cortársele la cabeza al fastidioso Robespierre! La conversación y/o en nuestros tiempos la audición de lo que charlan los “opinólogos” en los medios de comunicación se convierte, en períodos de agitación política, en un ejercicio obsesivo. El silencio, la reserva y el mutismo pasan de moda. El auge de este incansable hablar, aunque no tanto de oír, sucede porque levantan cabeza temas que en períodos tranquilos son dados por supuestos, naturales y por tanto indignos de atención, pero que de súbito llegan a ser urgentes; sucede también porque tocan cuestiones esenciales involucrándonos a todos, como la supervivencia económica, el poder político, valores y costumbres; ocurre porque es con palabras como intentamos persuadir a otros de la validez de nuestros intereses en el marco de esos temas y/o defender su legitimidad ante los demás o, al menos, asegurarnos que son legítimos para nosotros mismos. Dicho sea de paso, cada conversación suele sacar a flote el légamo de nuestra ignorancia sobre la materia que decimos sostener, la confusión en la cual vivimos y las dudas y vacilaciones que nos acosan. Finalmente las palabras sustituyen los actos agresivos, aunque luego pueden prepararlos. Se comienza con un normalmente contrahecho intento de raciocinio, se continúa con la deslegitimación, sigue el insulto y pueden venir los golpes.
¿No es exactamente lo que pasa hoy? La conversación, el palabreo, las cantinfladas, discursos y proclamas lo invaden todo. Casi no hay radio que no ocupe un 90% de su parrilla con programas de opinión donde se toca “la actualidad” en algunas de sus formas y en secuencia interminable. Es raro, hoy día, escuchar música en una emisora. Tampoco hay reunión social donde dichos temas no aparezcan y no suba el tono de voz. Los jubilados en las plazas, los colegiales en sus cursos o tomas, los universitarios en el casino o el bar de la esquina no parecen hacer otra cosa. Se conversa con intensidad y a menudo con furor en los pasillos de las oficinas, en y desde los escritorios, hasta en los urinarios; incluso la televisión se ha sumado a la fiesta y aparecen cada semana programas de esa laya, uno tras otro.
De la libertad…
¿Y de qué tratan tantas conversaciones, este barullo incesante? Casi de cualquier cosa, pero raras veces de argumentos. El contenido de las pláticas, aun las con pretensiones, abunda mucho más en clichés, refritos ideológicos, eslóganes polvorientos, imputaciones malévolas, descalificaciones surtidas, lugares comunes y dogmas añejos. Los dos bandos -derecha e izquierda, ambas en todas sus variantes- no hacen, en esta conversación de hoy, sino enarbolar sus apolilladas banderas de siempre. Por un lado es la retahíla archiconocida acerca de la inequidad, la igualdad, la justicia, etc., mientras por el otro se nos habla de la “libertad de emprender”, “de escoger el colegio” y la suerte de la sufrida y cacareada “clase media”.
De la libertad…
¿Y de qué tratan tantas conversaciones, este barullo incesante? Casi de cualquier cosa, pero raras veces de argumentos. El contenido de las pláticas, aun las con pretensiones, abunda mucho más en clichés, refritos ideológicos, eslóganes polvorientos, imputaciones malévolas, descalificaciones surtidas, lugares comunes y dogmas añejos. Los dos bandos -derecha e izquierda, ambas en todas sus variantes- no hacen, en esta conversación de hoy, sino enarbolar sus apolilladas banderas de siempre. Por un lado es la retahíla archiconocida acerca de la inequidad, la igualdad, la justicia, etc., mientras por el otro se nos habla de la “libertad de emprender”, “de escoger el colegio” y la suerte de la sufrida y cacareada “clase media”.
De la libertad, aparentemente valor exclusivo y concesión vitalicia de las derechas, se nos explica muy poco. ¿Cómo podría ser de otra manera si ni sus partidarios entienden bien de qué están hablando? Adivina uno que no se refieren a la noble libertad espiritual de la que hablaba el Quijote, esa por la cual “se puede y se debe aventurar la vida”. Parece ser simplemente la libertad de emprender un negocio, la libertad de conservar el que se tiene, la libertad de pagar los menos impuestos posibles y la libertad de moverse por un territorio que no esté plagado de la bulliciosa clase media emergente y sus baratos autos chinos; en breve, la libertad de conservar los privilegios y derechos exclusivos de toda una vida. Consultado sobre su definición teórica, filosófica o siquiera de sentido común sobre dicho término, Iván Moreira, en un programa de televisión, apenas hizo algo más que soltar algunos balbuceos retóricos. No lo hubiera hecho mejor ningún otro paladín del sector. Tal vez puedan mencionar de rebote a algún teórico tipo Hayek que -les tinca- trata el tema y dar a entender que “lo han leído”; comúnmente, por pura compasión y vergüenza ajena, el interrogador más bien se priva de pedirles su opinión acerca de qué pensaban sobre eso los filósofos clásicos. Sería un abuso.
De la “justicia”…
Los especialistas en justicia y equidad son las izquierdas. Ostentan la calidad de propietarios de un estanco histórico sobre ese y otros enjundiosos temas. Aun así o precisamente por eso mismo rara vez, si acaso alguna vez, se las oye hablar a fondo de dichas cuestiones. Los “pensadores de la NM”, como los tildó en un rapto de humor el señor Mosciatti en su radio, saben perpetrar con la mayor seriedad del mundo refritos de refritos, pero en lo esencial no hacen sino seguir la corriente y darle un envoltorio más académico, grave y de pata pesada al discurso de siempre. La facilidad inconsciente con que confunden justicia con igualdad, igualdad con equidad, empoderamiento con turbamulta y movilización social con pandillas callejeras daría risa si no fuera el caso que esos profundos pensamientos son el material que alimenta las tragaderas de su sector y, con eso, la malas políticas.
Lo mismo cabe decir, por desgracia, de los demás tópicos propios de dichas sensibilidades. La superficialidad escolar con que son tratados produce escalofríos. Ni siquiera consuela recordar lo dicho por el historiador británico Niall Ferguson, quien nos visitó hace poco. Ferguson aseveró que luego de tantos años de crecimiento exitoso tal vez el país pueda darse el lujo de ser temporalmente estúpido. ¿Temporalmente?
Olla común…
El consuelo más bien radica en otra parte y no tanto en la temporalidad, la cual puede durar mucho tiempo. El consuelo es el solo hecho de que dichas conversaciones existan todavía. En tiempos realmente malos, como lo fueron los finales de los años 60, cada sector ya no se molestaba en intentar persuadir y se aprestaba en hosco desprecio a la inminente lucha. No sólo estaban absolutamente convencidos de sus ideas, sino, además, convencidos de la incapacidad total del otro para entenderlas; no quedaba, entonces, otro recurso que someterlos. Fue la era del “voto + fusil”, estentóreo idiotismo que se ha escuchado hace poco de labios de veteranos combatientes que ya arrastran las patas, pero no aún la lengua. Fue también la época del “junten rabia”, barbaridad anunciando lo que se venía.
Los especialistas en justicia y equidad son las izquierdas. Ostentan la calidad de propietarios de un estanco histórico sobre ese y otros enjundiosos temas. Aun así o precisamente por eso mismo rara vez, si acaso alguna vez, se las oye hablar a fondo de dichas cuestiones. Los “pensadores de la NM”, como los tildó en un rapto de humor el señor Mosciatti en su radio, saben perpetrar con la mayor seriedad del mundo refritos de refritos, pero en lo esencial no hacen sino seguir la corriente y darle un envoltorio más académico, grave y de pata pesada al discurso de siempre. La facilidad inconsciente con que confunden justicia con igualdad, igualdad con equidad, empoderamiento con turbamulta y movilización social con pandillas callejeras daría risa si no fuera el caso que esos profundos pensamientos son el material que alimenta las tragaderas de su sector y, con eso, la malas políticas.
Lo mismo cabe decir, por desgracia, de los demás tópicos propios de dichas sensibilidades. La superficialidad escolar con que son tratados produce escalofríos. Ni siquiera consuela recordar lo dicho por el historiador británico Niall Ferguson, quien nos visitó hace poco. Ferguson aseveró que luego de tantos años de crecimiento exitoso tal vez el país pueda darse el lujo de ser temporalmente estúpido. ¿Temporalmente?
Olla común…
El consuelo más bien radica en otra parte y no tanto en la temporalidad, la cual puede durar mucho tiempo. El consuelo es el solo hecho de que dichas conversaciones existan todavía. En tiempos realmente malos, como lo fueron los finales de los años 60, cada sector ya no se molestaba en intentar persuadir y se aprestaba en hosco desprecio a la inminente lucha. No sólo estaban absolutamente convencidos de sus ideas, sino, además, convencidos de la incapacidad total del otro para entenderlas; no quedaba, entonces, otro recurso que someterlos. Fue la era del “voto + fusil”, estentóreo idiotismo que se ha escuchado hace poco de labios de veteranos combatientes que ya arrastran las patas, pero no aún la lengua. Fue también la época del “junten rabia”, barbaridad anunciando lo que se venía.
Es verdad que las conversaciones en esta Catedral -que no es un bar de mala muerte como el que pintaba en su novela Vargas Llosa, sino nuestro país- son confusas, torpes, rechinantes y poco convincentes, pero SON. Mientras circulen ideas y por malas y vagas que sean hay esperanza de que se produzca sino un equilibrio lógico, al menos uno mecánico, alguna suerte de azarosa y pegajosa melaza de entendimientos a medias, única manera de evitar los conflictos que surgen de las concepciones demasiado claras y simples. Topándose unas con otras, estas toscas conversaciones no llegarán a una síntesis superior, pero con un poco de fortuna podrían alcanzar un equilibrio de fuerzas que calme los espíritus, enfríe las rabias y prepare los mediocres pero seguros caminos de la transaca, nervio vital de toda política razonable. La otra alternativa, la “agudización de las contradicciones” como suelen gustar decir los termocéfalos, termina siempre en alguna forma de fastidioso Robespierre perdiendo la cabeza.
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