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El enorme desfase entre lo que conforma el mundo de uno y uno mismo...‏

Días de asueto





por Gustavo Santander
Diario El Mercurio
Revista Ya
Martes 28 de octubre de 2014

Esta mañana he despertado 
en un hotel de Barcelona. 

Afuera, el sol no deja de brillar, 
radiante, invitándome a caminar. 

Imagino que la temperatura 
debe estar muy agradable 
y que podría perderme 
por esta ciudad un rato. 

Sin embargo, hoy mi cuerpo 
parece no hacer caso 
a ninguno de esos estímulos 
y se resiste a ponerse de pie. 

Finge estar dormido, 
finge sueño, cansancio. 

Solo lo he 
logrado convencer 
de abrir las cortinas 
y dejar que la luz 
inunde la habitación. 

Por alguna razón 
(esta ignorancia de motivos 
siempre es cómoda pues, 
por lo general, 
sabemos las razones 
que nos inmovilizan) 
hoy quisiera dejar 
que el día fluya 
sin inmiscuirme en él. 

Esta mañana, tirado 
en esta habitación de hotel, 
he sentido un enorme desfase 
entre lo que conforma mi mundo 
(los objetos, las personas) y yo mismo. 

Como si de un momento a otro 
no reconociera esa fauna y flora 
que -inevitablemente- amuebla 
lo que solemos llamar "una vida". 

Es un desfase premeditado, 
un alejamiento voluntario 
de lo que reconocemos por inercia: 
madre, libro, mujer, tristeza. 

Como si una suerte 
de amnesia emocional 
se volcase de repente sobre mí, 
haciéndome sentir enfermo.

Ella siempre decía 
que recordaba cada detalle 
de nuestro primer encuentro. 

Por mi parte, 
siento una culpa soterrada 
por tener una memoria tan mala 
para estas cosas aunque, 
en honor a la verdad, 
recuerdo plenamente detalles 
-¿sin importancia?- 
de nuestra relación. 

Nada hace más daño 
que creer que el otro 
siente más, 
recuerda más, añora más. 

De cierta manera, 
yo fui asesinando 
recuerdos anteriores a ella 
y ya nunca pude desprenderme 
de ese afán homicida. 

Hubo un día 
en que decidí 
que la nostalgia 
no me hacía feliz. 

Y esa certidumbre 
llegó de improviso, 
como cuando 
tocan el timbre de la casa 
y al abrir la puerta 
te encuentras con alguien 
que no veías hace años. 

Aquella mañana 
me hice la promesa 
de no guardar fotos, 
ni cartas: 
no guardaría nada 
que me pudiese 
retener en un lugar, 
en un momento determinado. 

Mi memoria emotiva 
no necesitaría de torpedos; 
se desplegaría sola 
y almacenaría lo que quisiera 
sin que nadie la fuerce: 
ella en una determinada cama, 
una mañana sin fecha, 
sonriendo de esa forma 
en que ya no lo hace.

Un reloj digital constata 
que llevo varias horas aquí. 

El sol alumbra 
ahora desde otro lado 
y me cuesta tener claro 
si he dormido o si he pasado 
todo este tiempo despierto. 

Me levanto 
para servirme 
un vaso con agua. 

Reparo en una mujer 
que ha salido a su balcón, 
absolutamente ignorante 
de mi presencia. 

Tiene la imagen 
de esas personas 
que, aunque jóvenes, 
se han envejecido sin querer. 

De pronto desaparece 
y el paisaje vuelve 
a estar desolado. 

Mi cuerpo vuelve 
a pedir horizontalidad. 

Será un día de asueto, pienso, 
y entonces parece que me quedo dormido 
y veo un sueño colarse en mi mente. 

Un sueño de esos que uno 
no recordará al despertar.

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