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«De lo útil, por lo verdadero a lo bello...»‏

Conferencia de Luis Izquierdo Wachholtz 
Premio Nacional de Arquitectura
en el Ateneo de Madrid, Mayo 10, 2002

Vengo a presentarles una muestra del trabajo
que hemos hecho desde el año 1983 hasta ahora,
con Antonia Lehmann, mi socia.

En diecisiete años 
hemos podido hacer
una cantidad de obras
de diversos tamaños y programas,
mayoritariamente unas
setenta casas particulares.

Esto con el concurso 
de una oficina relativamente pequeña
donde trabajamos más o menos
diez, cuando más doce personas.

Hemos comprobado 
que no podemos 
controlar el resultado 
de un equipo más numeroso.

Posiblemente,  las condiciones 
en que nos ha tocado trabajar en Chile
están aún más contreñidas que acá
por las limitaciones de tiempo
para proyectar y construir,
de costo de oficio constructivo y de cultura.

Pero probablemente,
tenemos más oportunidades
y proyectamos más en lo abierto,
desguarnecidos de tanta historia.

No construimos 
sobre bases ya existentes
ni vestigios anteriores
sino sobre el terreno natural.

En Chile no hay ruinas importantes
ni testimonios de una antigüedad 
originaria, venerable o sofocante.

Lo nuestro es, relativamente,
un asentamiento reciente y frágil
en un lugar geográfico fuerte y enorme.

Casi un campamento 
sometido a terremotos,
en un finis terrae marcada
por las magnitudes descomedidas
de la Cordillera de los Andes, 
por un lado, el océano por el otro,
el desierto por el norte
y la Antártida al sur,
territorio duramente conquistado
por los españoles a los indios
más tozudos y belicosos de América.

Los pocos testimonios construidos que tenemos
son de un pasado más bien corto y pobre.

Sin embargo nuestro presente,
otra vez en términos comparativos,
es rico en oportunidades,
con altas tasas de crecimiento de la economía,
de la población y de las ciudades,
mantenidas durante los últimos
doce o quince años, (salvo este
último tiempo que ha sido recesivo).

En todo caso el futuro aparece
expectante, abierto e inseguro.

Es aquí donde hemos trabajado entonces:
proyectando en una ciudad
que está en la adolescencia,
cuyos miembros le crecen a destiempo,
a la vez caótica y pueblerina,
caracterizada por una notoria
discontinuidad espacial y socioeconómica,
que se corresponde con la crónica 
crisis de identidad y de inseguridad
del sentido de pertenencia de sus ciudadanos.

Estas constrastadas circunstancias
sucintamente descritas
han configurado los temas de la búsqueda
de una identidad colectiva propia
y el de una «modernidad apropiada»,
término acuñado por Cristián Fernández C.,
que han sido preocupación común
en nuestro ámbito arquitectónico.

El proyectar las formas nuevas con libertad,
con libertad respecto de una herencia escasa,
mas que por el afán modernista
de hacer tabla rasa de un pasado histórico
que no daba para más, ha sido motivado
en nuestro caso chileno 
por una condición precaria,
obligada por las circunstancias,
aunque se siguieran también
modelos de proveniencia importada.

La contrapartida posmodernista subsiguiente
no ha tenido donde encontrar su asidero historicista,
pero por lo mismo, sí ha reflejado
una justificada y redoblada ansiedad
en la búsqueda de una definición
de la propia identidad.

Nosotros pensamos que esta ansiedad
muestra un complejo de inseguridad en sí mismo,
y que si se trata de alcanzar finalmente
la quimera de la propia identidad,
debe renunciarse de entrada
a buscarla y perseguirla,
para encontrarla sin querer
al atender los problemas reales y genuinos
cuya formulación previa a un resultado formal
ha de ser nuestra primera operación creativa.

La identidad propia está en la originalidad auténtica.

En nuestros proyectos,
la determinación de la forma
ha debido ser una respuesta necesaria
y ojalá tranparente a un conjunto articulado
de requerimientos atingentes previos.

La obra debe servir.

Esta concepción de la forma
como resultado puro y directo,
primariamente útil,
ha sido la característica racionalista
desde la máquina de habitar corbusiana
hasta la teorización de Ch. Alexander.

Corresponde al método 
de diseño de artefactos de la ingeniería,
que parte de un conjunto dado
y enumerable de requerimientos,
donde sus prestaciones,
con resultados mensurables,
valen por su eficiencia.

Pero en la arquitectura,
tal conjunto de determinantes
no es meramente dado,
preestablecido, acotado y finito.

La formulación 
de los requerimientos 
que vengan al caso, 
el enunciado del problema 
que se ha de resolver en la forma,
la definición del conjunto de sucesos
que habrá de hacer posible 
el conjunto de edificios,
ha de ser la primera invención
nuestra como arquitectos.

Pero además, 
para mayor complicación,
el resultado formal 
incide retroactivamente
en el problema inicial:
lo que el artefacto arquitectónico
hace posible que suceda,
depende además
de cómo éste es percibido,
es decir, de su significación.

Hay en la obra de arquitectura
una interrelación entre lo que ésta hace,
o es como artefacto, y lo que parece.

Esta mutua seducción 
entre el ser y su fenómeno
es...la belleza.

Hemos caído algo de sopetón,
en la clásica definición escolástica de la belleza, 
como el resplandor de la verdad,
tan cara a Mies van der Rohe,
o del arte como puesta en operación
de la verdad, de Heidegger.

Y, yendo más allá,  pensamos 
que como la verdad patente
supone siempre un trasfondo oculto
del ser que está latente,
bella es la presencia
que mayor misterio sugiere.

Entonces, el oficio del arte
está en discernir 
lo que se oculta
en lo que se muestra.

Hemos de volver 
cada vez al origen del asunto.

El oficio de la arquitectura
comprende un saber vivir
y un saber construir.

Esto la define: lo que ella 
pone en obra conjuntamente 
es y muestra una solución
al problema de construir
y vivir bien ahí en ella.

La vida humana es precaria
y debe proyectarse.

El bienestar 
es necesariamente problemático
en tanto nuestra existencia
es siempre en un mundo
proyectado imaginativamente
y nunca dado de un modo unívoco,
a diferencia de los animales,
que se encuentran 
en un medio ambiente propio,
por constitución perfectamente adaptados,
pero sobresaltados.

La arquitectura permite
que la atención del hombre
no se encuentre de continuo
prendida en lo inminente.

Le hace posible 
una estancia serena,
y con ello una intimidad,
que es la cualidad propia 
de su ser persona.

El límite 
de la función arquitectónica
es posibilitar el sueño,
el abandono del entorno,
es desaparecer 
y quedar como marco latente.

El motivo que hace a la arquitectura
superar esencialmente a la mera construcción
está en el afán de permanencia.

La durabilidad esperada 
de la obra de arquitectura
va más allá del cálculo
de la amortización del costo
en la vida útil de la construcción,
exigiendo un cuidado
y una calidad adicional
tal que muestre quienes fuimos
por lo que hemos sido capaces de hacer.

La arquitectura supone una existencia
con conciencia histórica: una cultura.

Las obras han de hacerse
de modo de envejecer
ganando la dignidad
para alcanzar
la gloria de las ruinas,
y no en devenir en basura.

Toda verdadera arquitectura
por doméstica o pequeña que sea
implica un carácter monumental.

En primera instancia es casa,
en última, tumba.

Decíamos que la cuestión previa
que proyectamos es el problema
de cómo se ha de vivir ahí,
en tal obra, en tal lugar.

¿Cómo se ha de estar?

¿Cuáles son los sucesos posibles
que el edificio ha de 
facilitar, permitir o impedir?

Definimos un espacio
como un conjunto de sucesos,
movimientos u operaciones posibles.

Es el ámbito de lo posible.

Este conjunto de sucesos
es determinado por una narración
que los describe articuladamente.

Este relato queda plasmado arquitectónicamente
en la planta, que establece los sucesos
que pueden verificarse y los movimientos
que pueden o no hacer las personas erguidas,
atraídas sobre el plano horizontal
por la fuerza de gravedad.

La dimensión vertical
genera los cortes y elevaciones,
que remiten al cubo encerrado,
a vuelos imaginarios
y al esfuerzo de levantar
y mantener en pié lo edificado.

Queda así definido 
el espacio de la habitación.

Las cosas significan
porque remiten a otras,
que vemos y recordamos.

Remitir es una operación mental.

Podemos decir entonces
que el conjunto
de las remisiones posibles
es un espacio,
el espacio significativo
de una cosa.

Lo que llamamos 
su carga significativa,
su capacidad evocadora.

El espacio arquitectónico que proyectamos
es un conjunto de movimientos
o sucesos significativos posibles.

Es un espacio de significación.

Está también el espacio material.

En la concepción 
del par de opuestos forma-materia,
la materia es pura posibilidad de ser 
que la forma actualiza.

Es lo que puede hacerse con ella.

Un material es un espacio determinado
por el conjunto de construcciones 
posibles de hacer con él.

Al proyectar
hemos atendido originariamente
la factura posible que surge
de los materiales empleados,
como una cuestión significativa.

Hemos intentado proyectos
que sean respuestas verdaderas,
fieles a las circunstancias reales
de las que surgen 
y no a íconos estereotipados,
de modo de poder contribuir
a forjar nuestra genuina identidad.

Para ello hemos partido cada vez
de las prosaicas determinantes del programa, (el qué), 
el lugar (el dónde) y la construcción (el cómo).

Pero sabiendo que las obras así generadas
han de durar más que la vigencia
de muchas de las circunstancias
que las informaron, 
y han de ser habitadas y comprendidas
de diversas maneras 
sin el conocimiento de ellas,
o con olvido de los pormenores
que les dieron origen.

Esta constatación nos corre
la meta de la arquitectura,
que debiera alcanzar su sentido
más allá de sí, con una calidad
capaz de trascender 
sus referentes iniciales, es decir, 
de ir de lo prosaico a lo poético,
aprovechando las oportunidades
de significación que puedan desplegarse
desde lo primariamente útil
hacia resonancias más amplias.

Nuestra divisa ha sido
la idea ajustadamente expresada
en el aforismo de Goethe que dice:
«de lo útil, por lo verdadero a lo bello».

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