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Un gringo viejo


por Beltrán Mena
Diario El Mercurio, Artes & Letras,
Domingo 29 de junio de 2008
http://diario.elmercurio.com/2008/06/29/artes_y_letras/artes_y_letras/noticias/0477C2F8-0620-4B11-8EBB-D05B32F15219.htm?id={0477C2F8-0620-4B11-8EBB-D05B32F15219}


Pasé la infancia en la precordillera de Santiago.

Había muchos cerros y pocos vecinos,
de manera que el día
en que llegó un camión de mudanza
a la casa del lado fue un día excitante.

Era una familia poco común en esos años:
un gringo llamado Pat,
su mujer chilena y el hijo de ambos,
que se convertiría en mi gran amigo.

Pat era un tipo tranquilo y buena persona
que pasaba el día en su escritorio
leyendo y escribiendo,
el primer intelectual que conocí.

En una época en que todos los lápices eran iguales
y nuestras opciones para pegamento
eran el engrudo o la goma de pegar Canario,
era una aventura esperar a que el tío Pat saliera,
para colarnos en su escritorio
e intrusear sus exóticos materiales importados.

Scotch de varios anchos y superficies
(había uno que pegaba por ambos lados),
blocks de hojas amarillas,
sobres manila de tamaños inusuales,
chinches de colores...

Lo que más me gustaba
era una especie de reloj con ruedecita
que se hacía rodar
por el mapa y medía las distancias;
conduje esa ruedecita por toda Sudamérica
y fue el estímulo para recorrer
esos mismos caminos a escala 1:1
en cuanto tuve la edad de hacerlo.

Entonces no me interesaba saber
en qué pensaba o con qué soñaba el viejo tío Pat.

Ahora lo sé.

Se dedicó por años
a ayudar a países latinoamericanos,
consiguiendo plata en Estados Unidos
y organizando programas de cooperación...
hasta que un día tuvo una visión
a la que dedicaría el resto de su vida.

Fue una visión verdadera,
no una de esas epifanías a posteriori
que inventamos para dar sentido a nuestras vidas
o para atribuirnos hechos
que hubiesen ocurrido igual sin nosotros.

Pero lo más extraordinario
de la visión del tío Pat es que le resultó.

Frustrado de ver
como todos sus proyectos fracasaban
y los pobres volvían a su pobreza,
miró hacia atrás y descubrió
que la causa de fondo
era la ignorancia económica de los encargados.

Durante una conversación en Santiago
con el premio Nobel Theodore Schultz
(¡las visitas del tío Pat!),
se dió cuenta de que a Chile
no le bastaba con un par de economistas
ocupando cargos públicos
y guiados por buenas intenciones;
Chile necesitaba economistas en todas partes:
en los criaderos de pollos,
en las fábricas de zapatos, en los municipios...

Su plan era simple, debía conseguir
que alguna universidad norteamericana
aceptara estudiantes de economía chilenos;
no una beca paternalista a un alumno destacado,
si no muchos estudiantes, tantos como se necesitaran.

Golpeó puertas sin éxito,
hasta que un día nombraron
decano de economía en Chicago
al mismo Schulz
con quien había comido en Santiago.

Schulz no podía negarse y no lo hizo.

En el otro extremo,
fue el decano de la UC
el que entendió la oportunidad.

El resto de la historia
de los Chicago boys es conocida,
hoy ocupan más espacio
del que soñó el tío Pat,
pero esa es otra historia.

Un libro reciente sobre el origen de los Chicago boys
no menciona a Albion W. Patterson (1905-1996).

Quizá alguien recorte esta columna
y ese papel amarillo
que caiga silenciosamente al suelo
en 50 años más sea el homenaje adecuado
para este hombre tranquilo
que transformó un país
mandando cartas en sobres manila.

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