Pobre castellano criollo
por Ignacio Valente (José Miguel Ibáñez Langlois)
Diario El Mercurio, Revista de Libros
Domingo 12 de octubre de 2014
Quienes entienden de derecho (y de lenguaje)
reclaman -todavía en forma tímida-
por lo confuso del idioma
en que nuestros legisladores
están redactando las leyes.
Esa falta de claridad verbal
es un obstáculo a la hora
de hacer justicia en lo judicial,
pero, más ampliamente,
a la hora de realizar
las actividades mismas
que el derecho regula,
y que son casi todas:
el comercio, la política,
las profesiones liberales,
los servicios, las relaciones humanas...
Viene al caso recordar aquí
la propuesta de Ezra Pound:
llevar a esos mismos tribunales de justicia
a quienes corrompan, confundan o tergiversen
el lenguaje, como un atentado contra ese
vehículo universal de la existencia humana,
contra ese máximo bien común
de toda sociedad civilizada que es la palabra.
No se pide belleza a la escritura
de los legisladores; simplemente
se les pide claridad y precisión.
Pero, después de todo,
esas dos cualidades
son una dimensión básica
de aquello que
en literatura llamamos belleza,
incluso en el más surrealista
de los textos (y se supone
que las leyes son realistas).
En ese sentido
admiramos a muchos franceses
por su "prosa cartesiana".
Y, más cerca de lo legislativo,
admiramos hasta el día de hoy
la concisión y exactitud
con que don Andrés Bello
redactó tantos artículos
de nuestro Código Civil de 1855.
(No resisto la tentación
de citar su definición
de "playa del mar":
"la extensión de tierra
que las olas bañan
y desocupan alternativamente
hasta donde llegan
en las más altas mareas".
¿No es hermosa esta precisión?).
Aunque no sean autoridades públicas,
una responsabilidad social análoga
tienen en la polis los que trabajan
en los medios de comunicación:
cuando no son claros y precisos,
oscurecen la trasparencia de la información
y, de paso, maleducan a sus lectores
o auditores en el uso del idioma.
Los ítems más sensibles
me parecen, en su caso,
el léxico apropiado
-no decir una palabra
por otra que significa algo distinto-;
la sintaxis castellana,
sobre todo en la ubicación
de los complementos (dativo y acusativo);
y por último el uso correcto
de las preposiciones,
sobre todo las siguientes:
a, con, de, en, por, para y sobre.
Es muy cierto
que puede excusarlos
la prisa vertiginosa
con que deben operar,
pero aun así...
Para el Humpty Dumpty de Carroll
las palabras significaban
lo que él quería que significaran.
Su figura es encantadora,
pero solo en el país de las maravillas.
En un sentido semejante,
Paul Valéry establecía
esta regla de oro:
en materia de lenguaje,
lo que vale para uno solo
no vale nada.
Los dialectos personales
o familiares son una cosa,
pero el dialecto de la tribu entera
está cargado de imperativos,
y cumplirlos es un placer muy singular.
Para quienes tenemos
el oficio de la palabra,
el diccionario
no es un apéndice superfluo:
es un seguro de vida.
El deterioro
del castellano
hablado y escrito
en Chile es innegable.
¿No constatamos hoy
que un número cada vez menor
de nuestros hombres públicos
es capaz de hablar de corrido
con sujeto, verbo y predicado?
Después de todo,
los más novatos
entre nuestros legisladores,
políticos, periodistas
e incluso escritores
hunden sus raíces verbales
en un pasado adolescente
marcado por la jerga juvenil,
por la escasez de léxico,
y por la pérdida
de tantos giros y modismos sabrosos
de algunas décadas atrás,
sustituidos por términos
y modos de decir
que pocas veces alcanzan
la misma riqueza expresiva.
El lenguaje no puede sino
sufrir el impacto atmosférico
de la declinación casi universal
de las humanidades durante medio siglo,
coronada ahora por los efectos empobrecedores
de las nuevas tecnologías de comunicación,
con su casi inevitable imperio de la velocidad,
la improvisación y el minimismo semántico.
Las antiguas clases de Castellano,
pobres como eran a menudo,
solían entregar a los alumnos
algunas destrezas elementales
en el uso del idioma,
que la asignatura
llamada Lenguaje y Comunicación,
a pesar de su pomposo nombre,
no siempre ha sido capaz de suministrar,
perdida como está a veces
en los tecnicismos
de una dudosa
ciencia lingüística
demasiado vulnerable
por las modas del momento.
Después de varias décadas
de docencia universitaria,
me permito una comparación desoladora,
que se acentúa en los últimos años:
los alumnos que ingresan a la universidad
lo hacen con un manejo cada vez más pobre
del idioma oral y escrito,
lo que trae consigo
una menor agilidad de pensamiento
(por decirlo con delicadeza).
Se grava así a la educación superior
con una pesada suplencia:
formar hábitos verbales e intelectuales
que antes correspondían a la escuela.
Yo no soy parte
de esas miríadas actuales
de expertos en educación,
pero puestos a reformarla
hoy en nuestro país,
no veo que muchos
tengan bastante claro
su objetivo de Perogrullo:
enseñar a los alumnos
a oír y entender,
a leer y entender,
a decir y escribir cosas
que se entiendan.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
COMENTE SIN RESTRICCIONES PERO ATÉNGASE A SUS CONSECUENCIAS