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Vida de escritor(io)


por Leila Guerriero
Diario El Mercurio, Sábado 25 de octubre de 2014

"La escritura puede ser un tirano irascible e impone reglas que, una vez aceptadas, rara vez pueden discutirse. Ahí tienen a todos esos escritores que no pueden escribir sino a mano, que no pueden escribir si alguien los mira, que no pueden escribir salvo en la mañana..."


En los ensayos de su libro El último lector (Anagrama, 2005), el argentino Ricardo Piglia reproduce una carta de Franz Kafka: "Con frecuencia he pensado que la mejor forma de vida para mí consistiría en encerrarme en lo más hondo de una vasta cueva con una lámpara y todo lo necesario para escribir. Me traerían la comida y me la dejarían siempre lejos de donde yo estuviera instalado, detrás de la puerta más exterior de la cueva. Ir a buscarla (...) sería mi único paseo". Piglia se refiere a ese pasaje como "la más extraordinaria descripción que se pueda imaginar de las condiciones de una escritura perfecta". En su novela autobiográfica Un hombre enamorado, la segunda de una saga que escribió el noruego Karl Ove Knausgard y que Anagrama publica en español, el protagonista, el mismo Karl Ove Knausgard, casado con Linda y padre de tres hijos, busca desesperadamente un tiempo y un espacio sin interrupciones para escribir. Hace pactos con su mujer, dividiendo las horas de cuidado de los hijos, las tareas de la casa, pero aún así la rutina familiar es un engranaje dentado que lo aniquila de a poco. "Lo de andar por la ciudad (...) dedicando mis días al cuidado de mi hija, no aportaba nada a mi vida, no la enriquecía; al contrario, en esa vida se perdía algo, una parte de mi yo". Antes de tener hijos, cuando aún son una pareja incipiente, él regresa de un viaje angustiado porque lleva tiempo sin escribir. Llama a Linda, le dice que no va a poder verla por unos días porque tiene que trabajar. Ella dice okey. Poco más tarde, le envía un SMS. Él responde. Ella envía otro. Él responde. A las doce de la noche, ella se presenta en su casa. Él dice: "Ya te dije que tenía que trabajar.". Ella: "Sí, pero tus mensajes eran tan cálidos y cariñosos. Pensé que querías que viniera". "Tengo que trabajar. En serio", responde él. Ella, entonces, dice que puede dormir mientras él trabaja. Él dice que no puede escribir ni siquiera con un gato en la habitación. Ella responde con una frase que hace rechinar los dientes: "Pero no has probado nunca conmigo. ¡A lo mejor soy una buena influencia!". Knausgard escribe: "No podía decir que no (...) eso equivaldría a decir que ese miserable manuscrito en el que estaba trabajando era más importante que ella. En ese momento sí que lo era, pero no se lo podía decir". La posibilidad de la escritura naufraga por completo: "Me resultaba imposible concentrarme con ella en la habitación, y el que hubiese venido sabiendo que yo no quería me llenaba de una sensación de ahogo". En el primer volumen de la saga, La muerte del padre, Knausgard dice: "Necesito amplias superficies de soledad, y cuando no logro tenerlas, como ha sido el caso los últimos cinco años, la frustración llega a veces a ser desesperada o agresiva. Y cuando lo que me ha mantenido en marcha durante toda mi vida de adulto, es decir, la ambición de llegar a escribir algo grande algún día, resulta amenazado de esa manera, mi único pensamiento (...) es que tengo que huir. La sensación de que el tiempo se me escapa (...) mientras hago... ¿qué? Friego suelos, lavo ropa (...), juego con los niños en el patio, los meto en la cama y los desnudo (...). Es una lucha, y aunque no sea heroica, la libro contra una fuerza superior". Knausgard no es un desalmado: es un hombre que ama a sus hijos y que necesita escribir. Pero, ¿cómo hacer para que los niveles de soledad y concentración que necesitan algunas personas (no todas) cuando escriben no parezca un egoísmo cruel? Los libros de Knausgard resultan un espejo desesperante para quienes, aun añorando la cueva kafkiana, intentan que la escritura y la vida (hijos, pareja, amigos) se articulen de forma no demasiado ortopédica. La escritura puede ser un tirano irascible e impone reglas que, una vez aceptadas, rara vez pueden discutirse. Ahí tienen a todos esos escritores que no pueden escribir sino a mano, que no pueden escribir si alguien los mira, que no pueden escribir salvo en la mañana. Llamar "manía" a esas cosas es infantil: son condiciones necesarias no solo para escribir, sino para convocar la escritura. Si un escritor va a la cocina para hacer café, es posible que siga metido en ese mundo que acaba de dejar y que cualquier interrupción -"Marcelo, ¿podés sacar al perro?"- le produzca el mismo efecto que un golpe en la cara. Esos aparentes momentos de distensión no son tales sino espacios donde la escritura se manifiesta de otro modo. Los libros de Knausgard hablan de esas cosas, y dejan en evidencia que es imposible explicarlas a nadie que no sea uno mismo. Yo soy periodista y, quizá porque se supone que lo que hacemos los periodistas no es "escribir" en sentido estricto, me cuesta explicar algunos mecanismos. Mucha gente -incluso gente que escribe- supone que sentarse a escribir un artículo consiste en sentarse a escribir un artículo. La realidad, al menos para mí, es otra. Yo, por ejemplo, no puedo escribir si el día -o la semana- en que voy a hacerlo tengo un compromiso fuera de mi casa. Si eso sucede, el borramiento del mundo necesario para escribir se esfuma. Nada destruye de manera más eficaz la posibilidad de la escritura que sentarme a escribir un martes y saber que el viernes tengo que ir a la presentación de un libro. Pero, ¿cómo explicar eso? Yo lo intento: "Estoy escribiendo, no voy a salir hasta que termine". La respuesta es, con variaciones, parecida a esto: "Pero tendrás que cenar, ¿no? En vez de cenar en tu casa, cenamos juntos. Es lo mismo". No hay manera afectuosa de explicar que no. Que si ceno en mi casa no tengo que cambiarme, ni bajar a la calle, ni tomar un taxi, pero que, sobre todo, no tengo que pensar ni un segundo en todas esas cosas. Vivir no es necesario, navegar sí, repetía aquel marinero de Cartago. A veces pienso que la escritura es incompatible con la vida. Pero esa es una monstruosidad que uno no puede decirse ni a sí mismo.

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