Diario El Mercurio, Martes 11 de Diciembre de 2012
El incidente fue, tal como lo recuerdo, un encuentro casual e inofensivo. Yo había llegado a almorzar a un local en Providencia donde me juntaría con uno de esos amigos que van surgiendo en las pegas y que perduran fuera de las oficinas. Ricardo me había mandado un mail pues estaría en una reunión cerca de donde yo trabajo actualmente, así es que se auguraba una tarde tranquila de conversación grata y tragos entretenidos. Llegué con un poco de antelación para poder conseguir una buena mesa y me puse a leer un rato mientras tomaba el aperitivo. Fue en ese momento cuando se comenzó a torcer el destino. Un mensaje de texto de mi amigo entró a mi celular comunicándome que no podría llegar porque la reunión había resultado exitosa y sus clientes lo invitaban a un restaurante para seguir conversando y ver si cerraban un trato, así es que luego de hacerle un par de bromas por plantarme, asumí que almorzaría solo.
Como nunca he tenido problemas para comer solo en ninguna parte, mi plan seguía en pie, sólo que sin compañía. O al menos así lo creía hasta que, sin levantar la vista del libro, sentí que alguien me miraba. Atendiendo a esa sensación difícil de explicar, miré a mi alrededor y la vi.
Mi relación con Mariana se remontaba a hace unos cinco años, cuando nos conocimos por intermedio de una amiga en común. Salimos un par de veces y casi de inmediato nos metimos en una relación bastante intensa, tanto que terminó consumiéndonos en menos de un año. Ella es una mujer pequeña y delgada, de cabello liso y unos ojos grandes color café, sin embargo, esa aparente fragilidad que refleja su físico contrasta con un carácter monumental, de una fortaleza y convicción que no dan tregua.
Durante los años que estuvimos juntos ella comenzaba a hacerse camino como pintora, mostrando su trabajo, intentando integrar exposiciones colectivas para después conseguir alguna muestra individual. Su mundo imaginario, aquel que terminaba plasmado en sus pinturas, era tan peculiar e incandescente como su mundo real o, por lo menos, el mundo real que confirmaba conmigo. Siempre le admiré esa capacidad de ver la realidad como si se tratara de un trance onírico, descomponiéndola para luego recrear con eso algo nuevo en sus telas. Nuestra ruptura fue, quizás, una de las separaciones que me quedó doliendo por más tiempo, aunque era claro que seguir juntos era demasiado desgastante como para insistir.
El hecho es que, al levantar la vista, estaba ella con sus enormes ojos cafés que creía haber olvidado, pero que se mantenían latentes e indomables en mi memoria. Como cuando uno vuelve a un lugar de la infancia, nos reconocimos y saludamos después de tanto tiempo. Me preguntó si esperaba a alguien y le confesé que me habían plantado. Ella me dijo que venía del centro y le había provocado comer algo tranquila, para luego aprovechar la tarde caminando un rato. Así, sin más, convenimos en almorzar juntos y aprovechar para ponernos al día de tanta cosa vivida. Me contó que estaba preparando una venta de taller y le pedí que me mandara los datos para yo avisar a algunos amigos interesados. Luego pasamos de lo laboral a lo sentimental, y cuando el aperitivo y el vino ya fluían libremente por nuestro torrente sanguíneo, hablamos un poco de nosotros y de eso que pintaba para ser largo pero nos consumió rápidamente, como un tsunami. Así, sin darnos cuenta, pasaron más de dos horas en las que ella me recordó -con su intensidad y su mirada- por qué me había costado tanto dejarla. Nos despedimos como se despide la gente en una estación de tren, augurándonos mejores tiempos futuros.
Horas más tarde, ya en casa mientras intentaba retomar un trabajo atrasado, recibí un mensaje de Antonia: "Me contaron que te vieron almorzando con la Mariana. ¿No me dijiste que ibas con Ricardo? Me carga que me veas la cara de tonta. Nunca vas a cambiar". Acto seguido apagó su celular, haciendo que mis llamadas rebotaran contra su buzón de voz. Un día de explicaciones se asomaba en el horizonte.
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