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Desdén por el Contencioso‏ De Príncipes y Princesas... Fernando Villegas



Publicado en La Tercera, 08 de diciembre de 2012
http://blog.latercera.com/blog/fvillegas/entry/de_pr%C3%ADncipes_y_princesas
La ausencia de cobertura internacional al conflicto entre Perú y Chile en La Haya tiene razones profundas: un perpetuo desdén a lo latinoamericano, lo que no es más que un reflejo de una identidad universal que apunta a la frivolidad del hombre común.

Si acaso siquiera por una vez, sin mediar tsunami o terremoto, los chilenos pretendimos, con el juicio de La Haya, estar más o menos en la portada de los medios noticiosos del planeta, nos equivocamos medio a medio. Hasta un tipo relativamente cínico y experimentado como vuestro servidor, quien se ha pasado la mitad de su vida laborando en medios de prensa, creyó por un momento que al menos en un rincón de dicha portada aparecería la noticia; al fin y al cabo no todos los días las naciones se enfrentan en una corte por peliagudas cuestiones territoriales, por contenciosos debido a los cuales a menudo se han acuchillado pueblos enteros. Sin embargo, dado el historial de los medios de prensa del primer mundo, fue una expectativa ridícula. Sólo me redime el considerar que hasta en el alma más endurecida persiste, aquí y allá, una lumbre de candor. La noticia que en verdad ocuparía esa portada, o al menos la mitad de ella, hablo del sitio de la BBC, fue que el príncipe Guillermo y su señora, la princesa de no-sé-cuantos, esperan un bebé. Y no se dedicó ni un centímetro cuadrado para los letrados que representan a Perú, ni uno para los que hablan por Chile, ni uno para los jueces de la corte, ni uno para los jurisconsultos, pese a sus vistosas togas y a veces espesas pelucas. Para llegar a la noticia del contencioso había que tener, esta semana, un entrenado dedo en el arte de cliquear el mouse; sólo así se podía arribar, luego de varias estaciones, a la sección más humilde y pobre de todas en estos medios de prensa mundiales, a la parte dedicada al pariente pobre, la mesa del pellejo de la noticia, el patio de atrás de las novedades: la sección América Latina, México incluido. 

Desdén Perpetuo

Ese enojoso, irritante desdén por todo lo que sea o suene a Latinoamérica, no sólo es muy antiguo, sino en verdad ya eterno. En otros tiempos tal actitud era alimentada por el atraso, pobreza, escasa institucionalidad política y los resultados persistentes de dichas condiciones; a saber, una retahíla interminable de motines, golpes de Estado, revoluciones y pronunciamientos. Eramos vistos, entonces, como países de opereta o como lo que llamaban, con infinito desprecio, “repúblicas bananeras”. A eso se agrega el efecto acumulativo de décadas, en las que el cine de Hollywood nos hizo aparecer, en el imaginario colectivo del primer mundo, como una fea raza de piel oscura dada a la pobreza y la inoperancia. Para ese cine y para esos espectadores, el latinoamericano de las clases bajas era un indígena durmiendo siesta bajo un gran sombrero, mientras, a su vez, el latino de clase alta era siempre un hacendado vestido de blanco, grandes bigotes, retórica recargada, galán profesional de “las señoritas” y ocioso contumaz viviendo de rentas y coimas de inversionistas yanquis.  Es de temerse que la seriedad se asocia no a los actos por sí mismos, sino al poder de quien los comete. De ahí que los alardes retóricos e histriónicos de cualquiera de los caudillos latinoamericanos de los años 30, aunque nunca fueron más graves o perniciosos que los de tipos como Mussolini, Hitler o Stalin, se los consideró como objeto de mofa, mientras que los de estos últimos, líderes de naciones poderosas o al menos europeas, tenían la gravedad de estar asociadas a la capacidad de hacer daño. Un curadito común y corriente produce risa; un borracho blandiendo una escopeta produce miedo. No se nos toma en serio, ni antes ni ahora.

Identidad

Todo esto no tiene nada de novedoso. Los pueblos gustan sentirse más civilizados y refinados que los demás, y es de ese modo como elevan su autoestima. A veces alegan una larga e ilustre historia; en otras ocasiones les basta ser más ricos. Los marineros gringos patipelados y quizás analfabetos que, en la segunda mitad del siglo XIX, tripulaban cañoneras con artillería de retro carga, sin duda se sentían más civilizados que los chinos, porque, por ese entonces, dicha nación, en extremo refinada, no tenía sino cañones de porcelana. ¿No hemos visto señoras sin otro mérito personal que haberse conseguido un esposo con plata, pero dándose ínfulas con ”la servidumbre”? El dinero y el poder otorgan sentimientos de superioridad, arrogancia y grave seriedad hasta para los actos más nimios. Lo que haga el dueño de mil millones de dólares necesariamente tiene más peso e importancia que el mismo acto acometido por un picante como uno, sin apenas fondos en la AFP. 

Afortunadamente -junto al grosero efecto del poder- hay idiotismos nacionales que les prestan cierto sabor turístico a algunos países del primer mundo. Son estos los que nos hacen perdonar u olvidar sus desdenes. Al fin y al cabo, seamos realistas, si la BBC puso en portada la foto del desvaído príncipe y su señora, quien espera guagüita, es sabiendo muy bien que para el británico ordinario la realeza y todo lo asociado con ella es cosa de la mayor importancia, parte integral de su sentimiento de identidad y particularidad, de su tradición por nueva que esta sea en realidad, como suele ser casi toda tradición, artificio cínicamente construido a veces a sólo decenios de las celebraciones y efemérides. Esto lo demostró fehacientemente el recién fallecido historiador británico Eric Hobsbawm. 

Qué le vamos a hacer; a los ingleses les gusta ver a su reina transportándose en una calesa y rodeada de fusileros vestidos con faldas plisadas, les gusta ver a las señoras de la nobleza o la riqueza tocadas con sombreros absurdos en las carreras de caballos de Ascott y les encanta saber del ir y venir de la nutrida corte de príncipes, duques, condes o lores que zumban alrededor del panal de miel de las finanzas públicas. Los ingleses van en masa a los desfiles reales, miran en masa y por TV los matrimonios de la aristocracia, lloran también en masa y a mares en los funerales. Lo de la princesa Diana, quien no tenía otra gracia que esos grandes ojos llorosos de cordero degollado, fue muy ilustrativo de todo eso. El público británico prácticamente la canonizó a horas de su muerte en un caso de conmoción pública y embrollo político que supera las más negativas expectativas de hasta el más pesimista de los observadores de la especie humana.    

Universal

Todo esto, aunque ilustrado notoriamente por los gustos y costumbres del Reino Unido, es cosa universal. No hay nación o tribu que tenga el monopolio de la frivolidad, como no hay tribu o nación que la tenga de la inteligencia, aunque haya algunos caballeros que se obstinen en proclamar esto último en lo que toca a su propio clan. El afán por seguir el ir y venir de figuras públicas, sean duques o bataclanas, olvidando a la pasada todo lo demás, lo ejemplifica la relación entre Wallis Simpson con Eduardo VIII, rey de Inglaterra, quien antes de un año abdicó para casarse con aquella. Corría el año 1937 y Hitler mostraba ya su talante monstruoso y amenazante, pero lo que ocupó las portadas de los diarios, los programas de radio y los chismes de sobremesa fue dicho romance y abdicación. 

Para ser justos, tampoco abunda la razón y/o el buen sentido entre quienes sí se preocupan de las cosas importantes. Esto lo ilustra el talante agresivo y chirriante con que demasiados medios de prensa peruanos han estado siguiendo el contencioso. Tenemos, entonces, dos polos, entre lo que oscila violentamente el ánimo de los pueblos: la total inconsciencia acerca de sus asuntos de interés o el ánimo rabioso de colgar a alguien cuando llega a ponerse serio. Cuesta escoger una alternativa.

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