por Jorge Edwards
Diario La Segunda, Viernes 23 de Diciembre de 2011
Diario La Segunda, Viernes 23 de Diciembre de 2011
http://blogs.lasegunda.com/redaccion/2011/12/23/morfologia-del-disidente.asp
Vaclav Havel fue uno de los disidentes esenciales del siglo XX, uno de los que determinaron la fisonomía de ese final de siglo, con el derrumbe del sistema soviético y todas sus consecuencias. Uno de sus temas fue el poder de los sin poder, y en este aspecto fue una paradoja viviente: pasó en poco tiempo de la cárcel al palacio de gobierno de Praga. Demostró que su poder, desde la cárcel, desde la plena marginalidad, había crecido en razón inversa de su condición de perseguido político. Siempre observé a la antigua Checoslovaquia, desde los años de la invasión por las tropas del Pacto de Varsovia, en agosto de 1968, y la observé desde un cargo lejano, pero que no dejaba de ser revelador: el de jefe del departamento de Europa Oriental en el Ministerio de Relaciones chileno. Miraba las cosas con suma atención, leía los informes de nuestras misiones en el Este europeo, hablaba con los representantes diplomáticos de aquellos países en Santiago prácticamente todos los días y varias veces al día. Cuando se produjo la invasión armada, a fines de agosto, asistí a una cena en la que estaban tres o cuatro de los principales dirigentes comunistas chilenos. Pasaban las horas y se hacían comentarios sobre el tiempo y la garúa. De lo que se hablaba en todas partes, en toda la prensa, en todos los parlamentos del planeta, ni una sola palabra. Pero alguien, en el momento de las despedidas, esas interminables despedidas de Santiago, en la puerta de la casa, en la puerta del jardín, en la puerta del automóvil, le preguntó a Pablo Neruda y a Matilde si mantenían sus proyectos de viaje a Europa. Creo que no, respondió el poeta, la situación está demasiado checoslovaca.
Como se dice, a buen entendedor, pocas palabras. Vaclav Havel, que era un hombre joven, y que tenía que cargar con el grave delito de pertenecer a una familia burguesa, partió después de la llegada de los tanques soviéticos a refugiarse a una granja de propiedad suya en el pueblo de Haradecek. Entre las fotografías publicadas a raíz de su muerte, aparece una muy interesante, de gran ambiente de época, teatral y a la vez humana, cotidiana, juvenil, de un concierto clandestino organizado en esa granja por el grupo de música Plastic People. Era octubre de 1977, esto es, los años duros, los años de la llamada “normalización”. Sólo en el país de Franz Kafka podía darse el nombre de normalización a la reimplantación estricta de la dictadura, de la vigilancia cotidiana, del estado policial. Yo había asistido a la resurrección de Franz Kafka, a su salida de las catacumbas de la censura y de los archivos de la policía secreta austro-húngara, a fines de febrero de 1968. Después de la destrucción de la Primavera de Praga, la normalización consistió, entre otras cosas, en volver a enterrar la obra de Kafka. Fueron los años en que Vaclav Havel, autor de teatro, aficionado a la música popular, ensayista, filósofo a sus horas, tuvo que pasar a la condición de disidente y perseguido. Sus obras fueron censuradas, las revistas y programas que dirigió también lo fueron, y pasó una temporada breve y otra de largos cinco años en la cárcel.
Presenté alguna vez, ya no recuerdo dónde, las Cartas a Olga escritas por Havel desde la cárcel. Tenía que escribir cuatro folios a la semana, pasarlos al limpio y entregarlos a los censores de la prisión. Resultó un libro escrito entre líneas, conmovedor, que lo decía todo sin decir nada. En toda dictadura, engañar a la censura es un gran ejercicio intelectual. En las fotografías publicadas en estos días me he encontrado con Olga varias veces. Era una mujer rubia, atractiva, voluntariosa, que sabía salir con habilidad y sentido práctico de coyunturas complicadas. A diferencia de Havel, era hija de campesinos y estaba acostumbrada a enfocar los problemas desde otro punto de vista. Hicieron así una pareja sólida, indestructible, que se convirtió en un mito, y fueron, a la vez, aquello que se llamaba en la Europa de hace cuarenta años una pareja abierta, libre.
Supe hace algunas semanas que Vaclav Havel, que había sido un fumador empedernido y que frecuentaba círculos literarios y teatrales, es decir, que bebía y trasnochaba, estaba seriamente enfermo de los pulmones. Contaban que había tenido una pulmonía seria durante sus años de cárcel y que nunca se la había cuidado bien. Tenía en mi panteón personal una breve y admirable galería de disidentes: Andrei Sajarov, Adam Michnik, Vaclav Havel, disidente Presidente, y que siguió siendo, a su modo, disidente en la presidencia, en el hrad, el castillo de la ciudad, que se parece bastante al de la novela de Franz Kafka. Sólo que la imaginación de Kafka aisló ese castillo y lo puso en una comarca perdida.
Una de las últimas acciones de Vaclav Havel consistió en reunirse con el Dalai Lama. Era una forma de oposición moral, solidaria, a los gigantes dominadores. Un acto de simpatía con una nación pequeña, pero que tiene una identidad fuerte, arraigada en su pasado histórico. Leí la noticia, me quedé pensando en ese encuentro entre personajes tan diferentes y al mismo tiempo tan afines, y salí a caminar por mi barrio. Pasé junto a una vitrina mínima, frente a la cual paso a menudo, y se me ocurrió entrar. Después de mirar collares, anillos, brazaletes, telas de colores interesantes, saludé al vendedor. Me explicó que era tibetano, que había nacido en la India y que después de un largo periplo había desembocado en París, en ese pequeño espacio de la rue Saint Dominique, bajo la sombra de la Torre Eiffel. No le respondí nada, pero me dije para mis adentros que las coincidencias tienen un sentido. Se había producido una transmisión de pensamiento, o un fenómeno cercano.
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