Las trampas de la vejez
por Héctor Soto
Diario La Tercera, 16 de diciembre del 2011
Aunque el eje de Gatos viejos, la tercera realización de Sebastián Silva, está puesto en la relación de una madre anciana con una hija díscola y problemática, tal vez los mejores momentos de la película correspondan a los que describen las inseguridades y miserias de la vejez. Isadora (Bélgica Castro) ya se da cuenta que su mente no la está acompañando. Tiene fugas y momentos en blanco. Incluso breves alucinaciones le están confiscando su sentido de la realidad.
El deterioro ciertamente es terrible porque está poniendo en entredicho hasta sus propias percepciones. Al parecer, las personas pueden sobrevivir al derrumbe de las ideas y aun de las convicciones, pero mucho más difícil es que puedan ajustarse a las trampas de los espejismos de lo que creen ver o sentir. Isadora está en esa fase insidiosa y traidora. No ha tenido un despertar tranquilo junto a su pareja, Enrique (Alejandro Sieveking), cuando ese domingo su hija anuncia que se dejará caer a la hora del té. Y que va a venir con su amiga. El que iba a ser un día tranquilo entonces súbitamente se crispa. La relación de ella con Rosario (Claudia Celedón), su hija, es francamente mala. Rosario es una mujer que la película describe en términos muy poco compasivos. Está sobregirada y es drogadicta; anda desesperada por dinero, ya no es una niña y todavía está tratando de buscar su destino. Pareciera ir en caída libre y en definitiva a lo único que puede aferrarse es a una relación incierta con Beatriz (Catalina Saavedra), una instructora de deportes extremos que se hace llamar Hugo.
Todo eso, la visita que harán y la relación que las une, significa un tremendo trastorno en el departamento frente al cerro Santa Lucía que comparten los dos viejos junto a una pareja de gatos gordos, dormilones y a su modo también seniles. Para complicar aún más las cosas el ascensor del edificio se ha echado a perder. Isadora se da cuenta cuando intenta bajar porque quiere comprar algo para las onces. Como no lo puede hacer, porque tampoco se atreve con las escalas, el paciente Enrique se tendrá que encargar de las compras. El problema es que ella se queda sola y los repliegues y las confusiones de la mente vuelven a atacarla. Isadora sigue ahí porque en verdad se está yendo: se desenfoca, se le pierden las cosas, revuelve los cajones del velador, deja abierto el grifo del baño. Es un pequeño desastre del que Enrique tiene que hacerse cargo cuando vuelve. Tiene que ordenar, secar, limpiar y hacer como que nada ha ocurrido. Pero la alarma, claro, queda encendida.
Es notable -muy notable- ese fragmento de la película. Está quizás entre lo mejor que ha compuesto el cine chileno de los últimos años. Corresponde al tipo de imágenes que son difíciles de capturar de no tener una enorme empatía con los personajes. Dependiendo del lugar desde donde mire la cámara, la conducta de Isadora puede ser ridícula, patética, terminal y, si se le agrega un poco de mala leche, hasta divertida. Aquí no es nada de eso. Es alarmada, sí, pero también infinitamente entrañable y cercana porque el punto de vista es el suyo. Nos angustiamos no de ella sino con ella. Los realizadores son muy jóvenes los dos, pero por muy rockero que sea Sebastián Silva y por muy desalmado o chascón que parezca Pedro Peirano, ambos tienen una muy singular afinidad con el mundo de los viejos. Sobre todo hoy por hoy, eso no es frecuente. Captan extremadamente bien las lógicas y atmósferas de la tercera edad, la densidad de sus espacios y la fatalidad de sus tiempos. La vejez no es un estado sólido. Es más bien una declinación abrupta y muy líquida.
Aunque a mí no me convencen mucho los minutos finales de Gatos viejos, con sus concordias reparadoras, forzadas y de última hora, esta película va a establecer dentro del cine chileno una marca perdurable. No tiene la indisciplina juvenil y juguetona de La vida me mata ni el filo sociopatológico de La nana. Qué duda cabe que no es tampoco del tipo de películas que más público lleva a los cines. Pero sí pertenece al escaso linaje de las que son capaces de fijar en la memoria -contra el olvido- imágenes desgarradoras y por mucho tiempo.
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