Caminar por calles arboladas
es un impregnarse de un verde sin fin.
Contemplar las laderas de los cerros,
y sus texturas y relieves
de serena y majestuosa belleza
en la que todo va sutilmente cambiando,
casi sin darnos cuenta,
de manera asombrosa y silenciosa.
Orar y pensar en nada que pensar.
Tenderse en un prado
bajo un enorme Quillay
que no necesita de adornos
para transformarse
en el verdadero árbol de Navidad.
A su generosa sombra
se escucha la brisa veraniega
pasar entre sus ramas que cuelgan
como racimos y que al cerrar los ojos
parecieran el correr del agua de un arroyo imaginario.
La paz de las horas previas a la Nochebuena
en un extremo precordillerano de la ciudad,
bajo el candente sol de diciembre
es la atmósfera ideal para olvidarse de todo,
excepto del acontecimiento central:
del misterio eterno que estamos
a punto de revivir y profundizar
en la Misa de los Pastores (más conocida
popularmente como Misa del Gallo),
en la que cantaremos a coro
cantando con los monjes benedictinos:
«La Palabra se hizo carne
y nosotros hemos visto su Gloria...»
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