por Ascanio Cavallo
Diario El Mercurio, sábado 24 de diciembre de 2011
La mejor secuencia de esta película se inicia
cuando la octogenaria Isidora (Bélgica Castro)
se prepara para salir de compras desde su departamento
en el octavo de un edificio frente al cerro Santa Lucía
y encuentra el ascensor descompuesto.
Isidora tiene la cadera dañada
y no puede bajar escaleras:
súbitamente entendemos
que está encerrada
sin apenas notarlo.
Su pareja, Enrique (Alejandro Sieveking),
toma la iniciativa de las compras
e Isidora se queda sola.
Y entonces comienza el desvarío:
discute consigo misma,
busca algo que no encuentra,
olvida la llave abierta en el baño,
se mira en un espejo y se extravía
entre la desmemoria y el pánico.
Vive y se da cuenta,
los últimos momentos
antes de que la demencia senil
se apodere de su conciencia.
Pocas veces el cine chileno
ha retratado con tanta agudeza
ese momento cruel
donde la vida se va sin irse.
El mejor antecedente es, tal vez,
La luna en el espejo.
Ambas películas tienen algo teatral
y algo intensamente fílmico.
Representan la vejez,
la interpretan -no la registran-,
y al mismo tiempo se apropian
de sus rasgos más inquietantes.
Pero llegan hasta ahí.
Como si el tema los desbordara,
necesitan agregar algo más,
una confrontación con el pasado,
un balance de lo vivido,
un choque con el presente.
En Gatos viejos esta confrontación
se anuncia desde el primer minuto.
Es la hija de Isidora,
Rosario (Claudia Celedón),
que pasará de visita por la tarde,
con una "sorpresa", Isidora y Enrique
ya conocen esas sorpresas,
que siempre envuelven dinero,
y se alistan para resistir
con sus frágiles cabezas.
La película gira entonces
hacia la lucha entre la madre
severa y conservadora
y la hija estridente, adicta,
desequilibrada y codiciosa.
Es un duelo
que en gran parte del metraje
carece de salida y no hay duda
de que por momentos tributa
a Alfred Hitchcock y a Robert Aldrich.
Pero esto es un poco superfluo,
porque el sentido de la culpa
en Hitchcock es mucho más extenso
y la mirada de Aldrich es mucho más salvaje.
Gatos viejos pulsa cuerdas más sentimentales.
Eso es Beatriz, a quien le gusta
llamarse Hugo (Catalina Saavedra),
la pareja lésbica de Rosario,
una flaite alerta y astuta que trata
de mediar entre la madre y la hija.
Estos dos son los personajes "simpáticos"
de una película muy poco abundante en simpatía.
Pero tienen también algo de caricatura,
y quizá por eso empujan la película
hacia el melodrama y hacia un final feliz
cargado de ideas visuales bizarras,
más próximas a la comedia
que al mundo duro y austero de la senilidad.
La mejor frase de Isidora
("Yo ya no estoy aquí")
es la última que pronuncia,
y uno se pregunta
si sólo se refiere a la veterana,
o si es también la deriva de un película
que en sus segmentos finales
"ya no está aquí".
Una película que está
entre lo mejor del cine chileno reciente,
aunque quizás podría haberse situado
un tanto más arriba de esa medida doméstica.
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