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Los autócratas no celebran Navidad



Manuel Chiriboga Vegamchiriboga@rimisp.org


Ha muerto en el misterio que fue su vida el autócrata norcoreano Kim Jong-il, mejor conocido como el Querido Líder, el Gran Sucesor de la Causa Revolucionaria o mejor aún el Líder Incomparable. Poco se sabe de él, ni siquiera cuándo, ni dónde nació exactamente, solo que era hijo del Gran Líder Kim Il-sung, fundador de la dinastía, ideólogo del principio Suche para el desarrollo nacional y héroe de la liberación de Corea, cuando la ocupación japonesa en la Segunda Guerra Mundial, antes de establecer una dictadura de 46 años. También sabemos que su hijo menor, Kim Jong-un, le sucederá, haciendo de Corea del Norte la única monarquía que se reclama del pensamiento de Marx, Engels y Lenin. Como toda autocracia es un país que no solo escondía datos básicos de sus líderes –solo se supo de su muerte 48 horas después– sino que no tenía ningún sistema de control democrático.

Kim Jong-il me hizo recordar a muchos de nuestros propios dictadores. Rafael Leónidas Trujillo, el dictador dominicano entre 1930 y 1961, se hacía llamar Generalísimo, Doctor, Benefactor de la Patria, Padre de la Patria Nueva, entre muchos otros, y llegó a cambiar el nombre de Santo Domingo por el de Ciudad Trujillo. Tal vez su acto más extremo de megalomanía fue el de intentar reescribir la historia quisqueyana, en que sus sicofantes preparaban “historias” que hacían de él, centro del relato nacional.

Si bien Anastasio Somoza no tenía calificativos tan rimbombantes como los de cualquiera de los Kim o de Rafael Leónidas, sí se le dio por armar una autocracia hereditaria, que no solo gobernó durante dos largos periodos, sino que también lo hicieron sus hijos Luis y Tachito para gobernar en conjunto 34 años. Solo la literatura ha logrado capturar a estos personajes tragicómicos. Baste recordar a Vargas Llosa y su libro La Fiesta del Chivo sobre Trujillo; el de Roa Bastos, Yo el Supremo, título que se daba el dictador Francia; el de García Márquez, El Otoño del Patriarca, que se inspira en el dictador venezolano Pérez Jiménez; en fin, El Señor Presidente, de Miguel Ángel Asturias.

Debo decir que la muerte de estos autócratas y otros como Pinochet, Stroessner, Franco, Ceausescu, Gadafi, Saddam Hussein u Osama bin Laden no me causan ningún pesar, como tampoco la tendré cuando acontezcan la de Mugabe, Videla y otros de igual calaña. No me regocijé cuando fueron asesinados, algunos luego de juicios sumarísimos, pues me opongo tenazmente a la pena de muerte, pero me indigno de que Pinochet o Franco no hayan muerto en prisión, donde debían languidecer. Es que tras de cada uno de ellos hay miles de muertos, desaparecidos, exiliados, perseguidos, familias deshechas, abuso, vanidad y corrupción. El señor Kim hambreó a su pueblo para tener un ejército de 1,2 millones de soldados y un programa nuclear y sobre esa base negociar, entre otros, ayuda alimentaria; igualmente secuestró personas que consideraba necesarias para, por ejemplo, hacer despegar una inexistente industria de cine en su país, un hobby suyo. Hussein seguramente no tenía armas de destrucción masiva, pero Irak está sembrado de cadáveres. Solo kurdos murieron más de ciento ochenta mil.

Cuánto contraste con el día que hoy celebramos; en las tradiciones y cultura cristiana, en que buena parte de nosotros nos hemos criado, celebramos un nacimiento austero en una pequeña aldea de Palestina, de un hombre que no buscó poder, sino enseñarnos valores y comunidad. Bastante para reflexionar.

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